Neverium

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Allí me encontraba de nuevo, otra vez. Idénticamente igual a aquellas noches empañadas de mi infancia, en las que me quedaba totalmente ensimismado, con mis ojos mirando todo lo que el exterior, al otro lado de la ventana, podía ofrecerme. No había hecho demasiado desde que desperté, dediqué todo mi tiempo de luz solar en pasearme por los pasillos, atenderme la herida, leerme unos cuantos libros de ergología de la cultura leudant, y poco más. El pupilo de Hollows vino hace poco y me trajo ropa nueva, esperaba encontrarme con mi ropa de siempre, sobre todo mi querida gabardina, pero no se me dio respuesta sobre su paradero. Sin embargo, tampoco me puedo quejar de aquellas prendas que el pastor netopýr me otorgó. Un chaleco dorado de vestir, una camisa remangada de color vino, unos pantalones de seda negros que me llegaban un poco más arriba de mis talones y, para rematar, una nueva gabardina enteramente hecha de un cuero muy flexible.

Mientras seguía centrado en mis profundos pensamientos unos estoicos golpes en la puerta de mi dormitorio me alertaron.

—¿Quién es? —pregunté con firmeza, alterado por el ruido.

—El pastor sin nombre —dijo la voz de aquel amistoso cánido.

Tras darle permiso para entrar, la puerta se abrió con mera lentitud, como si estuviese teniendo cuidado a invadir mi espacio. Asomó su cabeza velluda de perro y me clavó el alma con esos ojos tan extraños, como buen netopýr.

—Nunca me acostumbraré a sus ojos —le anuncié—. Parecen dos vacíos que me miran.

—Siento que mi presencia le perturbe, solo vine a anunciarle que la cena está preparada. Solo tiene que ir al comedor de antes, Hollows estará esperándolo —dijo el pastor, inclinándose en señal de respeto.

—Gracias, ya bajo... —dije, seguido de un suspiro de derrota.

Antes de salir, me aproximé a la tina de agua al lado de mi cama y me lavé la cara. Todo el estrés por el que había pasado ya me estaba esculpiendo ciertas imperfecciones en la cara, no es que me importara, pero tampoco es para dejarlo pasar como tal cosa. Tras salir de mi cuarto un calor bastante hogareño me abrazó, cuando bajé las escaleras descubrí la razón. Al parecer la entrada había sido dotada con un hueco muy poco profundo, donde se podían colocar piezas de madera y encenderlas para inundar de calor la mansión entera. Allí estaba el pastor, removiendo las ascuas vibrantes que chapoteaban con chispas cegadoras entre las maderas encendidas.

—¿No es una molestia limpiar todo después? —le pregunté.

—Me da igual, solo con ver esta preciosidad encendida vale la pena limpiar todo el vestíbulo —dijo el cánido—. Si me disculpas, tengo que abrir las ventanas para que salga el humo. Hollows te espera —dijo, apuntando a las puertas entreabiertas que daban al comedor de antes.

No tenía ningunas ganas de entrar allí, pero un olor semejantemente delicioso no paraba de engatusarme. El invierno siempre me ha dado hambre, si cocinan tan bien dentro de esta casa, siempre me tendrán hipnotizado lo que dure la estación.

Me acerqué a las puertas, que ya se encontraban medio-abiertas, y las empujé con suavidad, dejándome un claro vistazo de la mesa decorada con velas y ciertos manteles, simples pero elegantes.

—Bienvenido, toma asiento, por favor —dijo Hollows, en el extremo de siempre, esta vez con una especie de pequeño biombo sobre la mesa que tapaba su plato.

No dije ningún comentario sobre aquello y me limité a sentarme en mi espacio, justo enfrente de él, separados por varios metros de mesa. Justo enfrente de mi se hallaba un plato recubierto por una campana de acero que mantenía caliente la comida, cuando la retiré una nube de vapor me saludó, cegándome por unos segundos. Cuando el humo ya se había asentado en el aire observé un plato de pechuga de pollo bastante grande, adornado con unas hierbas largas y cubierto de una salsa de pimienta negra que hacía cosquillear mi nariz.

La Calle De Las Cortinas de HumoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora