Demonios

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Se me olvidaba, como todo lo demás que prometí olvidar de esta maldita e ignorante ciudad; las noches cerca del centro de Janet's Harbor siempre han sido majestuosas. Me parece alentador que esta semejante villa de pescadores haya pasado a ser tremenda ciudadela en menos de una década, aunque por otra parte me parece nauseabundo el motivo de su crecimiento demográfico, económico y urbano. Lo he dicho y seguiré diciéndolo, los perros de La Estirpe de Abraham han convertido nuestra nación en un estercolero de falsas promesas, teocracia salpimentada en todo lo que nos rodea y hasta cierto control sobre todo en lo que a seguridad ciudadana se refiere. No son opiniones de un lince joven con problemas pasados, son hechos que hasta el más desviado podría olfatear y apreciar. 


—Hablando de tufos... —dije en voz baja al notar como mi hocico era invadido por el hedor de las alcantarillas de los Barrios Felinos.


—¿Ha dicho algo señor? —preguntó el cochero, quien había girado la cabeza y se había volteado a verme con cierta sorpresa en la cara, seguramente por mi constante silencio durante todo el viaje.


—Ese hedor... —exclamé, apartando la mirada del cochero para que este no notase mis exageradas expresiones de asco, no estaba nada acostumbrado a esto.


El cochero soltó una ligera risa que hizo eco por las calles de piedra y callejones cubiertos de maderas mohosas.


—Pues menos mal que no se dirige al puerto de pescadores, allí es donde acaba toda la mierda de los ricos y fresones ¿Cómo creía que iba a funcionar esta ciudad sin una buena dosis de segregación hacia una raza inocente? —sus palabras eran tan verdaderas y afiladas como la navaja de un oficial— Pero un viejo lince como yo no sabe de eso, hijo mío, yo solo me dedico a trabajar y callar... —dijo dándole un poco de marcha al carro motorizado— Como todo el mundo...


El silencio volvió a reinar en nuestras bocas, lo único que rompía la sintonía silenciosa de semejante pausa era el ruido del motor y los pistones chocando con el metal semi-oxidado del carro.


—Hemos llegado —dijo el anciano lince, frenando su carro cerca de una parada de autobús con una simple farola de hierro parpadeante iluminando los asientos y celosías de hierro que componían la parada con techo.


—Esto no es la Calle de las Cortinas de Humo —exclamé con firmeza, dando a entender que ni muerto ponía una pata sobre semejante parte del barrio. Ya era bastante raro no ver a gente por la calle, no quería ponerme a caminar con mis pertenencias a través de unas calles tan oscuras.


El cochero suspiró levemente, dejando una visible y ligerísima neblina salida del vapor de su cuerpo.


—No puedo poner a esta preciosidad de metal y goma en peligro... No digo que la gente que vive en esta parte de la ciudad sean criminales sedientos de sangre, son algo peor: gente con muchos problemas y con una hambruna pesadillezca.


La respuesta no me sorprendió para nada, cualquiera tendría problemas al venir aquí con semejante tesoro sobre ruedas, vete a saber que les darían esos canidos ferreteros que compran chatarra por los medios que sean. Casi parece que empujan a los felinos a comportarse como salvajes malhechores.


—Entiendo, pero no dejaré este carro por nada del mundo —dije con mi voz quebrándose cada vez más.


El viejo volvió a suspirar y se agachó para agarrar algo de debajo de su asiento. Pensando que sería algún arma para obligarme a salir del coche me preparé para cubrirme. Pero por supuesto, mi negatividad y poca confianza habían hecho estragos otra vez en mi forma de pensar, ya que lo único que este sacó de su asiento fue una lámpara de aceite con al parecer un deposito medio lleno.


—¿Llevar eso con aceite inflamable en una maquina de carbón es legal? —pregunté


—¡Cállate! —dijo con cierto regocijo en su tono— Esto es para que puedas ver mejor, no asumo que seas un miedica con la oscuridad pero cualquiera utilizaría algo así en tu situación. Si ves a alguien que se acerca a ti mantén la luz bien prendida y descubierta.


—¿Por qué? —pregunté, empezando a pensar que el viejo me tomaba el pelo y se divertía con mi sufrimiento.


—Las bestias temen la luz joven, la temen y respetan al que se mantiene bajo su cobijo —dijo, casi susurrando.


Dudé por unos segundos, aunque el anciano tenía razón, mis pequeñas cerillas no darían a basto para iluminar tales callejones tan amplios y penumbrosos. Decidido acepté el regalo del cochero y utilicé una de mis cerillas del bolsillo de mi gabardina para prender su anaranjada llama.


—Suerte —dijo el lince mientras descargaba mi maletín y me abría la puerta para bajar.


Delante mía se hallaba la ancha calle que me llevaría a mi destino, espero que estén todos despiertos cuando llegue, no quiero esperar mucho tocando la puerta. Cogí mi maletín con firmeza, alcé la lámpara y recé por mi seguridad. Di una última mirada al cochero para agradecerle el viaje y obsequio y sin perder un segundo mas comencé a caminar. Mis almohadillas se adherían bastante bien a la tachosa carretera de piedra húmeda que tenía bajo mis patas, por lo que supuse que hacía tiempo que no limpiaban las calles ¿Quién lo haría de todos modos? Me apresuré lo más posible, sin mirar atrás y evitando las miradas rápidas a los estrechos callejones que partían la calle y los viejos adosados de ladrillo por miedo a encontrarme con alguna figura extraña.


Tras bastantes minutos caminando divisé delante de mi una silueta que se movía torpemente y escondía sus colores bajo el manto de niebla amarillenta que cubría el barrio entero. Mis piernas quisieron parar, YO quise parar, pero mi cerebro, aún bien cargado con cierta adrenalina, decidió acercarme a la silueta con cierta velocidad cartilaginosa. Unos metros más adelante lo que antes era una silueta se convirtió en una mujer con el pelo despeinado, maquillaje correoso y vestido blanco harapiento, no fue hasta unos centímetros más cuando me di cuenta que sus ojos estaban extrañamente pálidos y sus cuencas se podían notar incluso en la distancia. Decidí hacer caso a las palabras del viejo y levanté aun mas mi lámpara... Que error.


La mujer tragó aire repentinamente, casi como si hubiese estado sonámbula todo este tiempo, pude notar como sus ojos se centraban en la luz de la lámpara, como si fuese algún tipo de ventana para ella con un precioso paisaje por ser visto. Frené un poco para darme tiempo a girar levemente y evitarla por solo unos metros, pero no hizo falta, el anciano tenía razón... Como si de una cruz contra el diablo se tratase esta mujer emitió un chillido agonizante y empezó a correr desquiciadamente en dirección contraria a la luz, golpeando a veces su danzante cabeza en las farolas y paredes de ladrillo de los adosados, tuvo suerte de no toparse con una verja adornada de metal, sino ya me veo testigo de un suicidio grotesco.


—¿Qué clase de enfermedad ronda por estas callejuelas? —me dije a mi mismo mientras aceleraba mi paso hasta trotar. Podía escuchar como los gritos guturales de la gata se desvanecían en la niebla que se espesaba aún más con el tiempo.


De seguro tengo mucho trabajo aquí una vez llegue a casa.

La Calle De Las Cortinas de HumoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora