(MARATÓN 1/2)
Las gotas de lluvia golpeaban con violencia la acera allá afuera, en la calle, aun así, la gente hablaba animadamente entre sí. Para mí, un día bastante peculiar en Los Ángeles.
En Beachwood cafe, se pueden escuchar los murmullos ahogados de las personas por un suave y sutil saxofón sonando de fondo, acompañado de una voz dulce y aireada de mujer que canta melismas que suenan a coros angelicales, si es que en el cielo hay jazz y bossa nova (reconozco los acordes de Nowhere Man de The Beatles). Entre canción y canción, a veces se escucha el golpeteo de los tacones de la mesera, que camina de un lado al otro llenando las tazas vacías de las personas, con una sonrisa perlada en el rostro y unos rizos alborotados, demasiado cerrados. El gafete en su pecho, dice Claudia. Las paredes con un tapiz amarillo sin patrón aparente de aspecto viejo, pero bien conservado, guardan el calor. Las mesas de madera no gritan opulencia, sin embargo, es acogedor. Las sillas no son tan cómodas, pero podrías pasar horas sin notarlo, el tiempo vuela aquí adentro.
Pido mi segundo vaso de té helado mientras miro hacia la ventana, es extraño que llueva en Los Ángeles, aunque honestamente no sé con cuanta frecuencia llueva aquí. Suspiro y agradezco a la mesera que deja el vaso frente a mí, junto al ordenador portátil. Tiene una hoja en blanco, el cursor parpadea al igual que mi mente que no tiene idea de que escribir, llevaba una semana así, buscando inspiración y simplemente no venía. Me relajo para no forzar la escritura, llegará cuando tenga que llegar. Cierro el ordenador portátil y decido concentrarme en el té helado, sabe a menta, limón y hierbabuena, con un toque dulzón, tal vez esté endulzado con miel.
El piso tiene un patrón extraño, aun no sé si me gusta. La baldosa es amarilla y al centro tiene un triángulo isósceles de color azul haciendo que el piso sea lo más llamativo y probablemente lo más característico del lugar. Comienzo a contar los triángulos en el piso, solo para tener algo que pensar, cuando de repente algo pasa. La puerta azul se abre y se siente la corriente de aire entrar. Automáticamente todo el lugar guarda silencio, pareciera que hasta la mujer que cantaba en los altavoces se ha quedado muda. Todos miran en su dirección y yo no sé honestamente que miro, pero lo miro.
Es un hombre de probablemente veintitantos años, extrañamente enigmático, llama la atención y no sé si sea por la excentricidad de su ropa, su mirada taciturna y amable o la forma en la que todos lo miran sacudirse las gotitas de agua del pelo, como en los anuncios de la televisión. Camina hasta la barra y todos retoman sus conversaciones, la canción continua su curso, o tal vez nunca dejó de sonar. Yo lo miro aún más atenta. Él sonríe amable, sin inmutarse, como si ese silencio no se hubiera llevado a cabo o en su defecto, como si estuviese acostumbrado a ello. Me imagino realiza su orden, la persona frente a él lo atiende amable y asiente mientras apunta algo en la maquina frente a ella. Él espera su orden mientras mira a su teléfono, es extraño el contraste, pues viste como si estuviera a principios de la década de los setentas, pero sostiene el último modelo de Iphone entre sus manos repletas de anillos y un esmalte rosa, vaya. Me agrada. Sus ojos por un segundo dejan su teléfono y vuelan directamente hasta mí, su mirada es pesada e imponente, cargada de algo, hace que automáticamente desvíe la mirada, me ha atrapado observando probablemente más de lo que exige la norma social. Son unos ojos muy bellos, según mis recuerdos, ¿azules?, ¿miel?, ¿verdes? No logré identificar el color, pero bastante intensos, como si albergaran un alma vieja y con bastante sabiduría. Casi siento la sangre correr por mis mejillas, arqueo las cejas con sorpresa ante esta sensación. Bebo de mi vaso y abro el ordenador solo para mantenerme ocupada, no quiero que piense que he sido irrespetuosa. Comienzo a escribir un par de líneas y hacen que toda mi concentración se centre ahí.
Después de un párrafo lo releo y lo vuelvo a leer. No, esto no se siente bien. Suspiro frustrada, cansada y fastidiada, no tiene caso. Hoy tampoco podré escribir nada. Cierro le ordenador, y busco a la mesera para pedir la cuenta. Mientras mi mirada vaga entre el lugar, lo veo nuevamente a él mirarme desde la mesa donde está sentado, me mira y aparta la mirada. Yo me siento un poco incómoda bajo su vista cargada, tal vez crea que soy rara o que lo he juzgado.
