Prólogo

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Finalmente, le daban la noticia, los tutores de Martha habían aceptado y sus padres, quienes habían propuesto el acuerdo, estaban más que complacidos con el resultado. Ellos habían decidido por él. Hasta eso le habían quitado. Quien sea que dijera, que aquel en el que vivían era un mundo libre, no conocía el de John Laurens. Parecía que la libertad era un derecho de nacimiento, debería serlo, pero de esta en sus días solo quedaban migajas de pan. Esas mismas que les daba a los pájaros que, en ocasiones, dibujaba.

La cuestión solo era una y comprendía en el compromiso con su mejor amiga, su confidente—solo en las cosas necesarias—, la persona más capaz con la que podría pensar en formar una familia, en dejar descendencia. Y es que era así, los años que llevaba conociendo a Martha le habían dejado en claro que ella era la opción obvia para dar ese importante paso como lo era el matrimonio. Si alguien podía hacerlo, ese no era John, pero junto a Martha, ahí las cosas podían cambiar para beneficio de su familia.

Pensar en la realidad solo le traía más problemas de los que necesitaba en ese momento. Su familia, de por sí, ya era un problema y no lo malinterpreten, él amaba a sus padres. Eleanor Laurens podría haber sido el mismo ángel enviado por Dios y John se lo creía. Esa mujer era el pilar de los Laurens y más porque ella se lo había pedido, que por otra cosa, era que estaba cediendo ante la propuesta. Por otro lado, estaba Henry Laurens, su padre, el hombre con orgullo y tenacidad de hierro que siempre se había preocupado por su bienestar. Él era quien le decía que debía hacer lo mejor, que el futuro de su familia pendía de un hilo y ese hilo era el que John podía cortar o usarlo para coser.

Qué más daba si John no amaba a Martha de la forma en la que lo merecía, al final, él estaría cumpliendo con su deber y dándole a su amiga un estatus social que solo obtendría por medio del matrimonio. Martha Manning le serviría como recordatorio de que no todo lo que quería, se podía tener en esta vida. Su amiga había quedado marcada con una cicatriz en su mejilla luego de un accidente donde sus padres habían fallecido; por eso mismo los pretendientes tampoco es que llovían. Sin embargo, detrás de todo eso había una buena noticia y era que Martha podía reclamar la herencia una vez que contrajera matrimonio, así que tanto John como ella salían ganando.

Él ya se había dado por vencido en encontrar el amor verdadero como lo llamaban algunas de las películas que había visto con Martha. Estaba más que claro, para las personas como él, el amor no existía y lo más cercano que lograría experimentar iba a ser a lado de su mejor amiga. Sí, eso era lo correcto, lo que se esperaría de un Laurens, lo que esperaba la sociedad de él.

La sociedad, ese sí era un concepto complejo. Para estar en el siglo XX la sociedad como concepto aún no se encontraba donde se suponía y debía estar, sí, había avances y estaba el telégrafo y la radio—de la cual solo había demasiados rumores para su gusto—. Pero a Alexander no le podían importar menos lo que la sociedad pensara de él. Ya había salido con una cantidad extensa de muchachas que solo necesitaban compañía. Eso es lo que se lograba cuando se escapaba de un padre que prefería fumar habano a preocuparse por él y su madre. Y no lo tomen a mal, porque Alexander había intentado encontrar trabajo, en serio, pero sus talentos tampoco eran destacables cuando de fuerza bruta se trataba.

En lo único que era bueno eran las palabras, palabras, palabras y más palabras. Nadie quería escucharlo, era como si su voz fuera una bocina de auto y nadie estaba interesado en manejarlo. La mucama que lo cuidó luego de que su madre muriera—en el tiempo en el que las cosas aún iban relativamente bien para los Hamilton—, le había contado de este nuevo mundo en donde todos los sueños se podían cumplir. Nueva York parecía más ese sueño que nada, quizá allá podrían aprovechar finalmente su talento y no usarlo como deshollinador. Quizá allá podría encontrar a esa dama de alta sociedad con la que progresar—o un caballero mentor, él tampoco estaba tan desesperado—, lo que la vida le trajera, eso sería.

La noche estrelladaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora