II. El poeta

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Los gritos de despedidas en sus oídos eran los únicos sonidos que Alexander escuchaba, además de sus pisadas y respiraciones agitadas, mientras corría detrás de Herc quien era el que llevaba los trozos de papel que le darían completa entrada al paso más difícil para que sus sueños se cumplieran en realidad. Era increíble la cantidad de personas que se habían reunido frente al barco, tantos recuerdos que estarían dejando atrás y tantas emociones que serían reemplazadas por nuevas, una vez que aquellos de los que se despidieron empezaran su viaje. A Alexander le encantó.

Desde lejos logró ver como estaban levantando la pasarela que conectaba al barco con el muelle. Como alma que intenta escapar de la muerte, sus piernas se movieron una detrás de otra, corriendo hasta adelantar a Herc, la madera bajo sus pies traqueteó, pero lograron detener a quienes se encargaban de la pasarela.

—¡Un momento! ¡Deténganse! —la voz de Herc resonó a sus espaldas con su característico acento inglés— Somos pasajeros.

Cansados de correr y con el corazón bombeándoles a mil por hora, Alex se detuvo en el borde de la pasarela a la vez que Herc le entregaba los boletos al hombre antes de que cerrara la puerta del abordaje.

—Y americanos —añadió como si su acento no fuera suficiente—, los dos.

Por más que aquella fuera graciosa para Alexander, era más que necesaria. Herc podía parecer un americano; sin embargo, su acentuación en algunas palabras lo delatarían delante de un conocedor de dialectos. La cuestión principal era Alexander, quien sus rizos pelirrojos no dejaban de colarse sobre su frente, obligándolo a despejarla y mostrar sus extraños ojos violáceos y las pecas que adornaban su rostro.

Él era todo menos un americano.

—No tenemos piojos —soltó como última afirmación—. Estamos limpios.

Con un suspiro de fastidio, el hombre revisó los boletos e intercambió su mirada de estos a Herc y Alexander, y viceversa, hasta que ladeó la cabeza y les hizo una señal para que saltaran de un extremo de la pasarela al interior del barco. Cuando los pies de Herc chocaron contra la madera, la puerta detrás de él se cerró a sus espaldas y con una sonrisa pintada en su rostro, rodeó con un brazo a Alexander de los hombros y lo sacudió de un lado a otro. Este era un paso que nunca pensó dar.

Mientras tanto, en el camarote privado de los Laurens, John estaba desempacando algunas pinturas que había guardado para decorar el lugar donde dormiría varias noches hasta que desembarcaran en Nueva York. A John siempre le había gustado disfrutar de una buena vista y por más que el mar le diera unas bellas estampas que luego dibujaría, nada se comparaba con una pintura que había adquirido por un buen precio.

—¿De quién es esa? —preguntó Martha inclinándose sobre su hombro para observar el lienzo con mayor detenimiento.

—Adivina. Viene del surrealismo —John la admiró un poco más girando sobre sus talones para encontrarle un espacio adecuado, algo que le hiciera justicia.

—No es de ese artista del que querías ser mecenas, ¿no? —medio tanteó solo para que John negara en respuesta.

—No, sabes bien que él no pinta ni esculpe, querida —la calidad era casi la misma que la original y tampoco es que podía llamar a esta copia—. Pero si te interesa, la belleza que tengo en mis manos es una especie de réplica de "La noche estrellada".

Los ojos de Martha se ampliaron por la sorpresa y, para que la pudiera escuchar, siguió a John de la sala del camarote a su actual habitación.

—¿Van Gogh? Decían que no tenía futuro.

—¿Dirías lo mismo de él ahora? —levantó una ceja hacia Martha en espera de su respuesta.

Sin embargo, Martha tenía la cabeza en otro lado y eso lo demostró con la pregunta que le hizo:

La noche estrelladaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora