VI. Eres el Jack de mi Rose

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De camino al restaurante, John escuchó unos rebotes de pasos detrás de él, eran tan rápidos que por un momento pensó que le harían daño o que era Lee persiguiéndolo para decirle que llegaba tarde a la cena que desde un principio no quería ir. Pasó desesperadamente sus dedos por su cabello y se volteó a enfrentar a Charles.

—Estoy en camino, no necesito tenerte todo el tiempo a mis espaldas —dijo con el tono más cortante que pudo encontrar para luego notar que no era ni de cerca la persona que creía que era.

—Sí, lo lamento, no debería estar hablándole luego de dejarlo plantado, pero es que Alexander no estaba en condiciones —explicó Hércules con rapidez en sus palabras y ese acento que no dejaba entender la mayoría de las cosas.

—Hércules más despacio, por favor. ¿Qué ocurrió? —levantó las manos intentando de calmar la emoción del hombre.

—Hamilton, mi amigo, no puede aceptar su patrocinio, John. Sé que ansiaba trabajar con él, con nosotros.

—¿Hay una razón para eso? —en la mente de John solo rodaba la voz que le decía que se habían enterado de su falta de liquidez— Porque si se trata de lo que puedo darles...

—No, nada de eso. Es un asunto más personal y sería de gran ayuda si no compartiera dicho poema con ninguna otra persona. Se lo pido como amigo.

La primera emoción que surgió en John no fue enojo, mucho menos furia, sino decepción. En realidad, quería conocer al autor de las palabras que le habían robado el aliento todas las noches desde que Hércules se lo había entregado. Sin embargo, al ser el justificativo algo de régimen tan íntimo —a pesar de que nunca le explicó con detalle ni exactitud— entendía el porqué de su negativa.

—Su secreto está a salvo conmigo.

Ambos hombres asintieron y separaron sus caminos. Hércules con una incógnita en su cabeza al no entender a lo que Laurens se refería y John con el verdadero as de corazones en la baraja. La identidad del poeta.

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De noche, bajo la luz de la luna y con las estrellas siguiéndola como una parvada de pájaros hecha de fuego, Alexander se perdía en aquel panorama frente a sus ojos. No sabía cuanto tiempo llevaba echado sobre la banca ubicada en la popa del barco, tampoco recordaba su última comida o si había salido de su camarote compartido para algo más. De lo que estaba seguro era su fortuna de poder ser capaz de observar la belleza y los misterios de la naturaleza cara a cara.

Las posibilidades de no ganar esa mano eran infinitas; sin embargo, el destino, las coincidencias, un patrón o las casualidades le dieron la oportunidad de embarcarse a la travesía de su vida más que gratis. Había pasado tanto tiempo desde que había sentido tanta paz contenida en un solo instante, un fotograma de tranquilidad sin tener que buscar alguna fuente de trabajo o ser alentado por Hércules para que le explicara a ese tal John sobre su situación actual.

¿Qué quería que le dijera? ¿Oiga no puedo aceptar su dinero porque ese es un poema que me recuerda a mi madre muerta? No. Tenía más sentido huir ya que era lo único que le salía bien, no le sorprendería que esa fuera la opción obvia para este momento. Era como cuando se tomaba un examen y la respuesta correcta en todas las preguntas era la primera.

Alexander suspiró y con su libreta en manos continuó dibujando círculos en un intento por aparentar que estaba escribiendo. Cualquiera que revisara las páginas del gastado cuaderno de cuero, pensaría que en este no había nada de valor, y en su mayoría estaba en lo cierto, pero quizá en las últimas páginas había empezado como una chispa en una hoguera un pequeño poema para el ángel rubio que había visto su primer día en el barco.

La noche estrelladaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora