IX. Cirugía a corazón abierto

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TW// Extorsión

Estaba acomodándose la camisa dentro de los pantalones para cuando John vio el reflejo en el espejo de Martha entrando por la puerta. Al despertarse tampoco la encontró en la cama, supuso que era un poco tarde para seguir durmiendo y si no lo llamó a desayunar, era que definitivamente su presencia en la mesa era menos que necesaria. La verdad que le había agradecido a su subconsciente el pensar aquello; sin embargo, se había equivocado.

Si hubiera sido así Martha no estaría de vuelta en su camarote, con un rostro que demostraba todo menos tranquilidad y su mirada caída hacia el suelo que parecía más interesante que hablarle sobre lo que estaba pasando. Quizá esta era la oportunidad que el destino le estaba dando para decirle la verdad.

Cuánto hubiera dado por la compañía de Gilbert en este momento, incluso solo como apoyo emocional. Soltó el aire de sus pulmones luego de abrochar uno de los botones de las mangas de su camisa. Al voltearse Martha ni siquiera se había sentado en el borde de la cama, sino que se sostenía de uno de los pilares principales de la cama.

—¿El desayuno terminó?

—John tenemos que hablar.

Antes que prometida, Martha era su amiga y como tal aún sabía leerle la mente.

—¿Recuerdas cuando traje el cuadro y te dije que era de un artista que había conocido?

Desde hace tiempo que sus miradas no se conectaban con tanta sinceridad. Al ver el cuadro de La noche estrellada, el cuadro copiado, supo que había replicado su propio paraíso y era momento de hacerlo saber.

—Sí y también me dijiste que no era el mismo que había escrito el poema.

Siempre le decían en los museos que no debían tocar las pinturas —y como artista pensaba lo mismo—, eso contradecía completamente el que John sintiera una conexión al sentir el óleo debajo de sus dedos.

—No, él no lo hizo —dio unos pasos hacia adelante—. Hace tiempo pensé que, si lograba rescatar a alguien más de sus demonios, rescatarme a mí sería menos importante. Que podría hacerme de la vista gorda e ignorar la necesidad que tenía de huir. Como viste en la cena de la otra noche, eso no había solucionado nada y deseaba quitarme toda esa carga extra que me había autoimpuesto —metió las manos en sus bolsillos y Martha se sentó sobre el colchón, dejando de lado el sombrero—. No voy a decir que él lo hizo, como te dije, no sabe pintar. Él no me salvó, no quiero que lo haga, no quiero darle ese beneficio. Quiero salvarme por mi cuenta y dejar de ocultarme en un camarote, quiero estar orgulloso de decirle a las personas que yo pinté este cuadro.

Se había sentado a sus pies, sin armas ni defensas, sosteniendo su propio corazón en sus manos con la esperanza de que no lo lanzara al mar ni que lo aceptara, más bien que le diera la libertad de navegar por el cielo de una noche estrellada.

—John...

—Es Alexander, el poeta es Alexander —estaba susurrando—. No debí regresar tarde sin decirte. Y sé que tienes sus dudas sobre él, pero ayer nos ocurrió algo entre nosotros y... me sentí vivo.

—¿Podrías decir que lo amas?

No dijo las palabras, aún no. Lentamente asintió y levantó la vista con los ojos rotos. Ni siquiera había notado cuando había empezado a llorar, aunque sí sintió las pequeñas manos de Martha acunando su rostro y luego sus cálidos labios sobre su frente.

Las cadenas de su corazón que arrastraban el ancla invisible habían sido liberadas. Finalmente dejó que la represa se rompiera y abrazó las piernas de su amiga.

La noche estrelladaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora