Epílogo

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15 de abril de 1925

Trece años después del hundimiento del Titanic

5:30 a.m.

Brighton Beach, Nueva York

La mañana estaba más fría de lo normal, como si el mar supiera que aquel momento en la historia marcaba un punto de quiebre. La brisa marina golpeaba los pómulos de Samuel mientras observaba cómo se arremolinaba la espuma de mar en el casco del pequeño barco. Sus nudillos habían dejado de palidecer con el recuerdo, lo suficiente como para poder navegar.

Habían partido de Brighton Beach en un barco pequeño, el Firefly, George estaba al timón y los llevaba a adentrarse al Atlántico. Era una necesidad física estar en el mismo océano, al menos para recordar lo que había sucedido en él muchas millas más adentro.

En sus manos colgaba un ramo de ásteres, lilas, violetas y unos cuantos claveles. Por aquellos a los que la vida les había sido arrebatada.

Lentamente, el sonido del motor fue siendo reemplazado por el de los araos, pájaros pequeños de cabezas grises, pecho blanco y pico delgado, que volaban hacia la playa como una procesión.

—¿Qué tal la vista? —George le preguntó recostando su espalda baja contra la baranda.

—¿Extrañas el mar?

—Ya no —sus ojos azules le sonrieron con sinceridad, le acarició la mejilla y le dio un beso rápido—. El tiempo que estuve sirviendo luego de la colisión me ayudó a no extrañarlo más.

El toque de sus dedos en su muñeca fue la calidez que necesitaba en ese momento, le quitó el guante derecho y dejó que George jugara con su mano.

—Yo tampoco, pensé que lo haría, pero no.

—Siempre será algo de lo que me arrepentiré —la fragilidad de su voz era como una copa de cristal—, pero he pedido perdón y aunque no tenga la consciencia limpia, al menos ya no me atormenta. No como al inicio.

—¿Quieres decir unas palabras?

—Sammy, querido...

George asintió y entreabrió los labios, el frío le hacía temblar el mentón, eso y el nerviosismo de hablarle a las personas que defraudó en el pasado. Tomó un respiró y apretó la mano de Samuel.

—Mi lealtad siempre estará con ustedes, queridos pasajeros y tripulación; mi orgullo se encuentra sepultado y mi reputación... de ella queda poca. No quiero repetirles lo que ya me han escuchado decir todos estos años, seguro que se saben mis palabras de memoria, pero quiero que sepan que los respeto —le habló al mar mirando directamente al horizonte, a una línea más allá del hemisferio.

»Esto no fue un sacrificio como los periódicos lo hacen ver, tampoco un acto de valentía ni una forma de Dios de mostrar su poder soberano. Lo que ocurrió en estas aguas fue una catástrofe que pudo ser prevista y que, por el ego de un capitán... —tragó saliva con la intensión de recomponerse— Un capitán que pagó su penitencia. Y a pesar de todos los intentos humanos por evitarla, la tragedia nos enseñó a todos una gran lección de humildad e igualdad.

»El mar no perdona a nadie, ni por clase, ni por edad, ni por género. Ojalá no hubiera tenido que suceder esto para que nosotros, los vivos, lo aprendiéramos. Aun así, después de tantos años parece que son pocos los que recuerdan esa noche.

»Y sé que estoy viejo, que ya no soy el mismo de antes, pero no por eso quisiera olvidar —poco a poco, George fue levantando la voz, ya no hablaba con vergüenza sino con un sentido de irrealidad que a su vez era de orgullo y alivio— ¡Salve, tripulación del RSM Titanic! ¡Salve, pasajeros de tercera clase! ¡Salve, oficiales! ¡Salve, pasajeros de segunda clase! ¡Salve, los de primera!

La noche estrelladaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora