Extracto VIII: Epifanía.

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La arena se le metía entre los dedos, y aunque estaba muy caliente, no le quemaba. El desierto era diáfano y no se veía nada más que cielo en el horizonte. Lo único que lo decoraba eran las huellas de los pies al andar. Poco a poco, los granos de arena comenzaron a moverse, impulsados por una ligera brisa que hacía más amena la temperatura. La falda de Coronella comenzó a moverse más y más, a medida que la brisa se hacía cada vez más intensa, hasta convertirse en viento. La arena comenzó a arremolinarse entorno a ella, hasta verse atrapada en el ojo del huracán. Aunque no era un huracán. Era un tornado lo suficientemente grande como para rodearla, y no cesaba. De hecho, cada vez se volvía más fuerte. El velo que cubría su cabeza se vio desprendido por el viento, volando hacia arriba, y dejando al descubierto su largo pelo negro. Pero no hizo nada. Se sentía como en un extraño letargo desde el primer instante en que puso un pie allí, y cuando miró hacia arriba, solo vio un pequeño agujero color cielo; el único espacio por el que respiraba aquel cúmulo de arena y aire. Volvió a posar su mirada en el frente. «Solo eres tú». Y respiró hondo. Extendió su brazo izquierdo y paró la mano delante del viento cortante. «Es tú». Poco a poco comenzó a tocarlo con las yemas de los dedos, y después, se dejó sumergir en él. Primero la mano, después el brazo, más tarde, todo el cuerpo. Y salió. No tenía ni un rasguño. Ni siquiera la ropa. Pero ya no había tornado. Ni arena. Ni sol. Solo un desierto seco con un suelo gris y agrietado. Y allí, quieta, comenzaron a caerle las primeras gotas.

Ahora, la lluvia arreciaba. Pero aun así, no mojaba la tierra. Era como si esta la absorbiese según caía. Y aunque andaba, no sentía sus pies húmedos. Y aunque sentía el frío caerle en forma de gotas, ella tampoco se mojaba. Era como ese suelo; como esa tierra; como un desierto. Lo único que notaba eran las grietas que rajaban aquel lugar, también diáfano; y lo único que veía era el paisaje grisáceo que juntaba cielo con tierra. Los únicos colores diferentes dentro de esa estampa eran el blanco de su piel, el negro de su pelo, el grana de su ropa y el marrón de sus ojos; ojos que se estaban fijando en un nuevo elemento de la composición. Era una sombra oscura cerca del horizonte, pero a medida que se acercaba, Coronella podía apreciar más su forma humana, aunque no se le veía el rostro por la gran capucha que llevaba. Y desapareció. Y con él, la lluvia. Al momento, volvió a notar la brisa del principio, y arriba, en el cielo, vio el velo que perdió dentro del tornado. Y lo siguió, como quien sigue a una estrella esperando que lo guíe.

Para cuando por fin pudo tenerlo de nuevo entre las manos, se dio cuenta de que estaba al borde de un acantilado. Pero no tenía final. Por más que se fijaba, no lograba verlo. Entonces, el viento, como si tuviese vida propia, soltó de sus manos el velo y lo hizo caer. «¿Qué otro camino tienes?». Y con la misma impasibilidad que desde el principio, dio un paso adelante. Y después otro. Y no cayó. De hecho, ya no había acantilado. Ni viento. Ahora había maleza. Y volvía a tener el velo entre sus manos. Así que decidió atárselo alrededor de la cintura para que no se le volviese a perder. Y como empujada por algo, anduvo en línea recta, como llevaba haciendo todo este tiempo. Poco a poco, una música lejana comenzó a romper el silencio que acompañaba al bucle. Y poco a poco, ya no solo había maleza. Ahora podía ver huesos tirados por el camino. «Calaveras y trombones». Cuanto más andaba, más clara la escuchaba. El sonido de los tambores y los cánticos resonaba entre los árboles. A veces, se escuchaba un trombón los acompañaba. Después, se mezclaban muchos sonidos de instrumentos que no reconocía. «Calaveras y trombones». Aun así, siguió andando.

Supo que era el final porque sus pies se detuvieron. Se encontraba enfrente de una fogata, y al otro lado de esta, el hombre encapuchado. Y en el ambiente, la música seguía sonando. Venía de todas partes y de ninguna a la vez. El reflejo del fuego en el hombre hacía que su cara se iluminase durante pequeños instantes.
-Tú sabes todas las respuestas, Coronella- dijo el hombre, con voz pausada. -Siempre has sido tú.
El paisaje volvió a ser desierto y ya no estaba la fogata, pero los cánticos y los golpes sobre los tambores continuaban.
-Los trombones marcarán el final. Pero hasta entonces, reina de la arena...-mientras el hombre hablaba, una serpiente salió de entre la arena y comenzó a trepar por una de las piernas de Coronella, a un ritmo pausado- sabes dónde radica tu poder.
La miró fijamente.
-Yo no voy a decirte si esto es o no real..., pero hay una cosa que has de saber: -hizo una pausa durante un pequeño instante- vas a retorcer tanto el mundo que hasta los cuervos llorarán por ello, querida.
La serpiente ya había llegado a la altura de su pecho y ahora se retorcía en uno de sus brazos mientras el hombre se le acercaba con paso errático.
-Yo solo voy a darte un simple consejo- prosiguió el hombre, y se dejaron de escuchar los cánticos. El silencio sepulcral solo se rompió durante unos pequeños segundos, durante los que el anciano arrastraba los pies por la arena. Sus miradas se cruzaron, y cuando este estuvo lo suficientemente cerca de ella, se inclinó sobre una de sus orejas.
-Permítete escuchar llorar a los cuervos- dijo.
Y esgrimió una pequeña sonrisa.

Extractos de una historia incompleta.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora