Extracto X: Baladrón.

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Habían partido de Druna hace varios días y todavía les quedaba, como mínimo, un par más para llegar a la ciudad.

Norman habría optado por otra ruta diferente a la que estaban haciendo. Si bien esta era la más rápida, también era la menos segura. Pero Eliot se había obcecado en ir por El Bosque de Mil Ojos desde el momento en que escuchó a Norman soltar esas palabras. Este había sacado el mapa estando todavía en Druna para tantear las formas de llegar a Sarria, y cuando hizo alusión al Bosque, al chiquillo se le iluminaron los ojos. Escuchar las palabras «bosque», «mil», «ojos», además de «rápido», «peligroso» y «tenebroso», entre otras, habían causado tanta fascinación en él que había estado insistiendo a Norman desde que salieron de Druna hasta que llegaron a la bifurcación del camino. Después de eso ya no insistió más porque giraron en dirección al Valle de la Bravata. Y allí se encontraban.

Norman llevaba preguntándose, desde el momento en que giraron a la derecha en la bifurcación, por qué había accedido a las insistentes peticiones del chico. Tenía una conversación en su cabeza consigo mismo sobre el preciso instante en el que aquello le pareció una buena idea y en qué narices estaba pensando. Aunque en el fondo lo sabía. No quería tener que soportar a Eliot quejándose el resto del viaje. Realmente le sacaba de quicio cuando se ponía tan cabezota y no quería tener que aguantar eso el resto de días. Además, era el camino más rápido, ¿no?

El Valle de la Bravata era la antesala al Bosque, como una especie de toque de atención que advertía al viajero de lo que se encontraría más adelante. Los únicos caminos útiles en el Valle se encontraban en las laderas de la montaña. Unas laderas con caminos estrechos, abruptos y escarpados, y en la zona más elevada, unas ochocientas varas de caída al curso del río. Eso si tenías suerte de caer en él. Por esto mismo, Norman le dejó claro a Eliot que bajo ningún concepto hiciese movimientos bruscos y que estaba terminantemente prohibido bajarse del caballo. Así que allí estaban, en un camino poco más ancho que un caballo, donde Norman iba delante, a paso lento pero firme, tirando de las riendas del animal, y Eliot, encima de la montura, asombrado a la par que tenso por las vistas, pero intentando no exteriorizarlo demasiado porque le habían prohibido hacer cualquier tipo de movimiento.

A pesar del peligro del propio terreno, las vistas eran asombrosas. El río era ancho pero desde allí arriba se hacía estrecho. Su rumor se distinguía a duras penas, pero los rayos del sol que incidían en la superficie hacían que en el agua se apreciasen pequeños destellos color plata que parecían bailar sinuosamente entre ellos. A este baile lo acompañaban los cantos de las aves y la cálida brisa. Los tonos dorados dados por el sol impregnaban todo el valle. Las plantas se veían vivaces, las paredes como si fuesen terracota y el cielo brillaba limpio. La contraparte era el calor. Norman notaba cómo el sudor caía como lágrimas, como si le llorase todo el cuerpo. Pero allí, encharcado en llantos de agua y sal, se dio cuenta de que el camino comenzaba a descender.

La montaña ya perdía altura y a lo lejos podía comenzar a distinguir, aunque malamente, un túmulo de árboles muy frondosos. Primero era como una mancha poco definida, pero a medida que avanzaban, se veía más grande, más clara y más densa. Según se iban aproximando a la zona del Bosque, el valle desaparecía y el sol lo acompañaba. Ya no se notaban esos rayos cálidos, y el sudor comenzaba a enfriarse. Y no porque anocheciese. Era como si en ese lugar la luz no fuese bienvenida y esta fuese consciente, negándose a dejarse entrar. Norman se giró un par de veces para asegurarse de que Eliot iba bien en la montura, y notó, por la cara del chico, cómo este podría estar arrepintiéndose perfectamente de su insistencia. Quizá en su mente lo había imaginado menos sombrío, pero ya se lo advirtió. Estando en Druna le dijo que aunque era el camino más rápido, también era el más peligroso y que no era un sitio para nada amable. Era oscuro y los árboles tenían ojos. Realmente no sabía si esto último era verdad, pero es algo que los lugareños siempre habían comentado. Se decía que no había nada que se escapase al Bosque de Mil Ojos y la gente tendía a evitarlo. Pero esto, lejos de asustarle, solo sirvió para que incrementasen sus ganas de ir.

Dentro del Bosque, el sendero se difuminaba, y llegados a cierto punto, la luz que se filtraba entre las copas de los árboles era menos que tenue. Norman le pidió al chico que rebuscase en una de las alforjas y sacase el farol, y cuando este lo encontró, lo prendió y se lo dio. La llama iluminó lo suficiente para poder ver bien por dónde pisar, y aunque esta desprendía calor, el frío y la oscuridad se hacían mucho más palpables, opacándola, prácticamente. El caballo se agitaba de vez en cuando, nervioso, y Norman intentaba calmarlo, acariciándolo. Eliot también intentaba ayudarlo, susurrándole cosas al oído, y diciéndole que él también tenía algo de miedo pero que no podían hacer movimientos bruscos porque el suelo no era seguro. Además de que los caballeros no tienen miedo nunca, y por tanto, los caballos tampoco. A Norman le hizo gracia porque lo del suelo se lo había dicho por los caminos del Valle, aunque más gracia le hacía saber que el chico tenía miedo. Pensó que a lo mejor esto le serviría para no ser tan cabezota a veces.

Llegados a este punto, la única luz era la del farol. El ambiente se había hecho más denso y la energía que respiraba ese lugar había pasado de no ser amable a ser hostil. El animal pasó de agitarse de vez en cuando a hacerlo cada dos pasos, y Eliot ya no le susurraba frases reconfortantes. Simplemente se limitaba a estar callado, con la cara desencajada, la cual se desencajó mucho más cuando pequeños puntos blancos empezaron a vislumbrarse de forma tenue en la oscuridad. Al fuego del farol no se veían, pero fuera del foco de luz, brillaban. De cerca solo se veían dobleces en los troncos de los árboles. Norman las palpó y se dio cuenta de que no eran solo arrugas. Si dejabas los dedos quietos encima, se podía notar cómo algo debajo del tronco se movía. Algo vivo e inteligente. Sacó un puñal del cinto y lo clavó en la doblez. Un grito vino de todas partes y de ninguna al mismo tiempo, a la vez que el ojo se abrió de par en par, ensangrentado. En ese mismo instante, se abrieron el resto de ojos del árbol. El caballo se encabritó con un relincho nervioso, tirando a Eliot al suelo y perdiéndose entre la maleza. Norman cogió al chico por un brazo para ayudarle a incorporarse, y lo acercó hacia él.

-Conmigo, Eliot- dijo, sacando la espada del cinto. -Y a cualquier cosa que se te acerque, clávaselo- añadió, dándole el puñal.
-Sí, señor Norman- contestó, aquejado todavía por el golpe que se acababa de dar.

Los árboles estaban repletos de ojos en sus troncos. Eran ojos con una mirada incisiva y hostil a la par que curiosa y perspicaz. Cuando los mirabas o les daba la luz, se cerraban, pero en el momento que apartabas la vista de ellos o la oscuridad volvía, se abrían de nuevo, siguiéndote.

No había nada que se escapase a los ojos del bosque.

Extractos de una historia incompleta.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora