Tengo un hada encerrada en el frasco de vidrio que abuelo dejó sobre el escritorio el otro día.
El hada tiene alas de cristal que brillan con los colores del arcoíris; sus ojos son enormes canicas azules con manchas turquesas, como el mar. Su cabello parece algodón de azúcar del mismo color que sus ojos. Tiene pecas rosas en las mejillas y sobre la respingada nariz; es delgada y de piel clara, casi blanca.
Abuelo dice que las hadas son alegres y bailan todo el tiempo. Pero la mía no habla, ni sonríe, ni vuela como en sus cuentos. El hada que atrapé duerme casi todo el día y cuando no lo hace, llora. Se sienta en medio del frasco y llora lágrimas de vidrio, como sus alas.
Cuando la atrapé todavía brillaba un poco, pero cada día se apaga más y más.
Le pregunté a abuelo qué pasa cuando un hada se apaga.
"Muere", me respondió.
Destapé el frasco para que se fuera, pero ya no se pudo levantar. Fue entonces cuando lloré con ella. Me encariñé con la pobre hadita y me duele verla tan débil y casi extinta.
Elevé un poco el frasco para verla mejor: tiene un hueco en su pequeño pecho. Creo que le falta el corazón.
Tomé un poco de arcilla roja, la misma que abuelo usa para sus esculturas, e hice un pequeño corazón. La tomé con cuidado y lo coloqué en el hueco. Ni siquiera se defendió.
Tengo un hada en el frasco abierto que abuelo dejó sobre el escritorio. Ella ya no vuela: se sienta en el frasco, viendo a través de la ventana con sus ojos claros.
Ha perdido sus colores; no sonríe ni habla, pero todavía la quiero. Es mía. Y si ella quiere quedarse dentro del frasco, en silencio y sin color, está bien. Así ya nadie la puede lastimar. Así puedo proteger su nuevo y frío corazón.
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Escritos Dominicales
RastgeleRecopilación de escritos de mi autoría publicados los domingos en el periódico Noticias (Querétaro, México)