Martin Driesen, soberbio, lujurioso y mujeriego. Un hombre que lo ha tenido todo y está a punto de perderlo por un error. Una denuncia de una examante que desea quitarle el prestigioso puesto como diplomático de la Embajada de Sudáfrica en Abu Dhabi...
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Martin estaba molesto viendo el mismo documental por trigésima vez. ¿Por qué tenían que ser así las cosas? En Abu Dabi, entre su trabajo y sus otras actividades, apenas tenía espacio para pensar. Ahora le sobraba el tiempo libre, y sus pensamientos volvían a la misma discusión en el restaurante. Luego recordó las caras de sus pobres hermanos y llegó a la triste realidad de que era demasiado parecido a su padre.
¿La siderúrgica tenía problemas? Eso era imposible. Siempre había tenido una gran estabilidad. ¿Qué era lo que había hecho?
Debía presentarse, después de todo, y más allá de su estado mental, la empresa pertenecía a su madre, y él era el único heredero. Era el orgullo de Emma. No iba a permitir que su padre la destruyera, y para pedir ayuda seguramente estaba desesperado.
Era hora de volver al ruedo. ¿Quién dijo que era incapaz de llevar este desafío? Él no era débil, y nadie le quitaría lo que por derecho le pertenecía.
Se dio un baño y se colocó su traje de tres piezas. Sofisticado e impecable, esa era su impronta, su esencia, y por nada del mundo la perdería. Conducir por las calles en la mañana tenía un sabor especial justamente porque había pasado demasiado tiempo desde la última vez que lo hizo. Llegó y detuvo el auto en el estacionamiento de la empresa. Antes de descender del vehículo ,se miró por el espejo retrovisor.
«Puedes hacer esto», se dijo a sí mismo para luego caminar, traspasando las puertas giratorias de vidrio.
Vaya, en verdad hacía mucho que no estaba en esas oficinas. No recordaba haber visto tantas mujeres juntas en su vida. Una más hermosa que la otra. Era como el paraíso de cualquier Driesen, mejor dicho, el edén de cualquier hombre con sangre roja.
«Eres mío».
Maldito Damián. Su voz sonó, frenando cualquier fantasía o idea que pudiera formar con alguna de esas diosas que ya se habían percatado de su presencia. El amor era un asco.
—Buen día, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Soy Martin Driesen. Busco a mi padre.
—¡Vaya! —exclamó la chica, que se sonrojó—. Disculpe, yo...
—Está bien, la última vez que estuve aquí tenía quince años. Es lógico que no me reconozcas.
Era adorable la forma en que esos rizos negros caían sobre la frente de esa mujer. Su piel dorada era...
«Me estás jodiendo».
Maldijo por enésima vez al médico que estaba en todo lo que veía.
La chica lo condujo hasta el décimo piso, donde estaban las oficinas del directorio. Las puertas de madera negra africana se abrieron y se encontró con su progenitor. La sonrisa de ganador que tenía con una de sus secretarias se borró de inmediato cuando Martin apareció en la puerta.
—¿Tú qué haces aquí?
—¿Perdón? ¿Desde cuándo necesito invitación? Es la empresa de mamá.
El puño apretado sobre el escritorio no pasó inadvertido.
La chica rubia se retiró al instante.
—¿Cuántas personas trabajan aquí?
—En las oficinas cerca de cien, ¿por qué?
—Nada, solo curiosidad. ¿Y cuántas asistentes tienes?
—Únicamente Livia.
Martin asintió y tomó asiento.
—¿Y hace cuánto engañas a tu esposa con ella?
La garganta de Franz se cerró al ser descubierto. Siempre odió eso de su hijo, la forma de enfrentarlo, de jamás acatar sus órdenes, de ponerse del lado de su madre.
—Eso no es de tu incumbencia.
—Es verdad, pero esto —señaló su alrededor— sí que lo es. Estoy aquí porque, si la memoria no me falla, intentabas pedirme ayuda para resolver ciertas cuestiones.
—¿Entonces?
—Es el legado de mi madre, y no va a venirse abajo.
—Esto es mío. Tu madre está en un loquero. No está en condiciones psicológicas...
—Conozco bien tus trampas legales, y, te repito, esta vez no vas a deshacerte de mí tan fácil.
—¿Te vas a quedar?
—Por supuesto. No debería ser un problema, ¿verdad?
Franz tragó saliva, inseguro de la respuesta del muchacho frente a él. Martin volvió a reír. Era divertido molestar a su padre, joderle la vida aunque fuera por minutos efímeros.
—Ya no estás arriba, Martin, baja de tu nube —espetó su padre en un intento de reprenderlo.
—¿Sabes lo bueno que es dejar de estar arriba? —Sin pensarlo, y con toda la burla del mundo, se acercó a su padre y susurró—: Empiezas a descubrir lo rico que es estar debajo.