PARTE I. CAPÍTULO XIII. De Paris al Tirol

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   Al alba del siguiente día Xóchitl y yo nos trasladamos en estado de invisibilidad a las cercanías de la mansión ocupada por Delgadillo.

Estaba ya ahí una partida de cinco soldados franceses y un oficial también francés escondiendo su presencia en una calle aledaña, el capitán Ramírez asomaba la cabeza por la esquina para espiar la casa.

Las cabalgaduras de todos estaban atadas a media cuadra.

- ¿Cómo consiguió Ramírez el apoyo de los franceses? –pregunté sorprendido-

- Un oficial francés pasa todas las noches a recoger un reporte de Ramírez sobre lo sucedido en el día; en el que entregó anoche incluyó el descubrimiento de la conspiración y solicitó apoyo.

- ¿Por qué no trajo a sus soldados?

- Porque no están autorizados a actuar aquí.

Nuestro capitán solicitó que se detuviera e interrogara a quienes conspiran para asesinar a fray Juan; los franceses colocaron vigilantes y Ramírez se apersonó aquí desde hace dos horas para atestiguar la captura. A Delgadillo no lo tocarán porque es huésped del Rey, pero... ¡mira!, ahí salen.

El mercenario que ya conocíamos se mostró seguido por quien asumimos que se trataba del nuevo recluta.

El capitán Ramírez salió de su escondite, dio unos pasos por la banqueta y simuló sorpresa al verlos; cuando estuvo seguro de que ellos habían visto su reacción, se apresuró a regresar a la esquina de donde había surgido, ante eso los mercenarios corrieron tras él suponiendo que se trataba de alguien que los había reconocido. En cuanto doblaron la esquina se encontraron de frente cinco mosquetes y una pistola apuntando a su cabeza.

- ¡Coño!, ¿de qué se trata esto? -Dijo en español el mercenario en jefe-

De inmediato sin recibir respuesta, cada uno fue sujetado de los brazos por dos soldados franceses, de tal manera que haciendo palanca a la altura del codo los forzaron a mantenerse ligeramente inclinados hacia delante.

Ramírez se acercó con pasos decididos al detenido que no había proferido palabra, esto es, el recién contratado y con insólita frialdad le introdujo su puñal por la garganta.

- ¡Ji de puta! -Dijo el otro y antes de que pudiera proferir otra maldición recibió una certera puñalada en el corazón.

- ¡Que hace capitán!, ¡esto es un ultraje a la soberanía francesa!, ¡usted no tiene autoridad para ejecutar a nadie en territorio francés!

Estableció con rigor el jefe de los franceses, un delgado mozalbete de escasos veinte años, quien por su porte y seguridad manifestaba provenir de noble cuna. Sin elevar la voz y con pausada dicción Ramírez dijo con firmeza en francés.

- Sí la tengo cuando se trata de desertores del ejército español.

Mintió.

- ¿Cómo pudo saberlo?, ni siquiera les dio oportunidad de hablar –Reclamó el francés-

- Sirvieron bajo mis órdenes en la Cantabria y a usted le consta que me reconocieron y que maldecían en español con toda propiedad.

- No me consta que lo persiguieron porque lo reconocieron y solo uno de ellos alcanzó a decir algo, el otro no abrió la boca más que para que se le saliera la vida.

- Entonces tendrá que creer en mi palabra, ¿tiene usted algún problema con eso?

- No debo tener problema, pero le pido a título personal al margen de mi autoridad militar, que abandone usted Francia a la brevedad posible, porque no me gusta que nadie me tome el pelo y menos tejiendo triquiñuelas de protocolo militar y diplomacia de estado.

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