PARTE II. CAPÍTULO XVII. Tepoztlán 1940

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   En el año de 1940 el soplo de vida que en el siglo XVI dio aliento a Ignacio de Loyola, inició en México una nueva etapa de su desarrollo con el nombre de Juan Ignacio Rojas Fernández en un pequeño pueblo llamado Tepoztlán.

El lugar, ubicado a las faldas de la sierra del Tepozteco tiene una enorme importancia sincrética e histórica; ahora pertenece al estado de Morelos pero en la primera etapa de la colonización española perteneció al marquesado del Valle de Oaxaca, esto es, fue parte de los dominios obsequiados a Hernán Cortés por la corona española.

En la época prehispánica fue un centro militar, cultural y religioso de gran importancia; durante la colonia, los franciscanos que llegaron al país en 1529 construyeron la primera iglesia que ahora es la catedral.

En 1534 los dominicos sentaron sus reales ahí y construyeron un convento que nombraron de Santo Domingo.

En la actualidad Tepoztlán, cuyo nombre significa en Náhuatl "lugar donde abunda el hierro", es considerado como uno de los centros magnéticos del universo y es visitado por estudiosos y seguidores de las más diversas corrientes místicas.

Ese fue el lugar seleccionado para el nacimiento de quien sería mi orientador.

Cuando Xóchitl plantó el soplo de vida que antes había animado a Ignacio de Loyola en quien nacería como Juan Ignacio Rojas, me emocionó el estar cierto de que cuando nuestras vidas se cruzaran no nos íbamos a reconocer.

Cinco años más tarde, en 1945, México declaró la guerra a Alemania y sus aliados, pero a pesar de eso, los niños de Tepoztlán junto con los del resto del país, continuaron disfrutando de una envidiable tranquilidad.

La infancia de Juan Ignacio fue feliz y libre, su patio de juegos era todo el panorama circundante, no había rumbo ni terreno que le estuviera vedado por algo que no fuera su capacidad física o su temeridad. Vivió así hasta los trece años, en que terminó la escuela primaria y fue enviado a Cuernavaca para continuar su educación, aunque regresaba a Tepoztlán todos los fines de semana.

Aprendió a leer a los cinco años cuando aun no ingresaba a la escuela primaria, ya que una prima que le doblaba en edad le enseño lo que ella estaba aprendiendo en la escuela.

Como yo estaba programado para nacer unos veinte años después de que terminara la segunda guerra mundial, cosa que sucedió en 1945 poco después de la primera acción militar de México, pude junto con Xóchitl vigilar el desarrollo de Juan Ignacio y dar detallado seguimiento a dos muy importantes momentos de su vida, primero en 1948 cuando tenía ocho años, después en 1963, cuando a los veintitrés estaba por vestir los hábitos de la compañía de Jesús en la ciudad de Guadalajara.

He aquí mis recuerdos de su infancia y juventud.

- ¡Apúrate Juanacho!, si no para cuando lleguemos ya van a estar completos.

El que así hablaba era un rapaz de unos diez años que arrastraba en su mano derecha a otro de seis.

Juan Ignacio, de ocho años, los seguía cinco pasos atrás con expresión decidida.

- ¡No me digas Juanacho!, ¡mi nombre es Juan Ignacio!, o ¡¿qué?! ¿Te parecería bien que yo te dijera Ruégulo en lugar de Régulo?

- Pues no, pero la verdad ya me estoy acostumbrando porque así me dice éste.

Para precisar el objeto de su afirmación, Régulo abanicó su mano izquierda hacia el pequeñín que asido a su diestra casi flotaba sobre la terregosa vereda.

- Pues entonces mejor estate y ya no le sigas.

- ¡Ya!, ¡ya!, Juanacho no te enfurruñes, mejor dime bien bien lo que dijo la gitana.

RECUERDOS TRASCENDENTALESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora