Capitulo 1

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Hacia lo primitivo

Viejos anhelos nómadas se encienden, Debilitando la cadena de la costumbre; Otra vez de un sueño milenario despierta la sangre feroz de los antepasados.

Buck no leía los diarios, pues, si así fuera, se habría enterado de que se preparaban dificultades, no sólo para él, sino también para todos los perros de músculos fuertes y largo pelaje, desde Puget Scound hasta San Diego.

Porque los hombres, andando a tientas por la oscuridad ártica, habían hallado un metal amarillo, y porque las compañías de vapores y de transportes agrandaban aún más el hallazgo, miles de hombres se lanzaban hacia la tierra del norte. Esos hombres necesitaban perros de músculos fuertes para el trabajo, y de espeso pelaje para que los protegiera del frío.

Buck vivía en una amplia casa del soleado Valle de Santa Clara. Se llamaba la propiedad del juez Miller, y se elevaba a cierta distancia del camino, medio oculta entre los árboles, por entre los cuales podía divisarse la amplia y fresca galería que la rodeaba por los cuatro costados. Se llegaba a la mansión por caminos de grava que serpenteaban a través de amplios parques y debajo de las ramas entrelazadas de los elevados álamos.

En la parte trasera, la propiedad tenía dimensiones mucho más espaciosas que en el frente. Había allí enormes establos, en los que una docena de mozos de cuadra y de muchachos eran dueños de todo, hileras de casitas cubiertas de enredaderas, e interminables y ordenadas filas de casetas de guardia, largas galerías cubiertas por el parral, verdes prados, huertas, y plantíos de moras y frutillas. Además, estaba ubicada allí la bomba para el pozo artesiano, y un amplio tanque de cemento en el que los hijos del juez Miller tomaban su baño matutino y se aliviaban del calor de las tardes del verano.

Y en esa extensa propiedad gobernaba Buck. Allí había nacido, y allí vivió los cuatro años de su vida. Es cierto que había otros perros. Imposible que no los hubiera en una propiedad tan extensa, pero los otros no tenían importancia. Iban y venían, ocupaban las populosas

perreras, o vivían oscuramente en el interior de la casa, como Toots, el faldero japonés, o Isabel, la mejicana: criaturas extrañas que raramente sacaban la nariz fuera de las puertas o posaban sus pies sobre el suelo. Por otra parte, estaban los fox-terriers, una veintena de ellos por lo menos, que ladraban amenazadoras promesas a Toots e Isabel cuando éstos se asomaban a las ventanas protegidas por una legión de mucamas armadas con escobas y estropajos.

Pero Buck no era ni un perro de casa ni de perrera. Toda la propiedad era suya. Se zambullía en el tanque o salía de caza con los hijos del juez; escoltaba a Mollie y Alice, las hijas del juez, en sus correrías nocturnas o matutinas; las noches ventosas se echaba a los pies del juez frente al alegre fuego de la biblioteca; llevaba a los nietos del anciano caballero sobre su lomo, o los hacía rodar por el césped, y cuidaba celosamente sus pasos en sus aventuras cerca de la fuente y aún más lejos, en el sitio donde se hallaban las dehesas y los plantíos de moras y frutillas. Entre los fox-terriers marchaba con paso majestuoso, e ignoraba por completo a Toots e Isabel, pues él era el rey: rey situado muy por encima de todas las cosas que se arrastraban, caminaban o volaban en la casa del juez Miller, incluyendo a los humanos.
Su padre, Elmo, un enorme San Bernardo, había sido el inseparable compañero del juez, y Buck seguía los pasos de su padre. No era tan corpulento –sólo pesaba ciento cuarenta libras- pues su madre, Shep, había sido una perra de pastor escocesa. Sin embargo, las ciento cuarenta libras, a las que se agregaba la dignidad propia del buen vivir y del respeto universal, le capacitaban para comportarse de manera aristócrata.

Durante los cuatro años transcurridos desde su nacimiento, vivió la vida de un aristócrata; estaba dotado de un fino orgullo de sí mismo, era un poquitín egoísta, como suelen llegar a serlo los caballeros del campo debido a su posición en la vida. Pero se había salvado a sí mismo al no convertirse en un mimado perro casero. Caza y los otros placeres al aire libre le habían mantenido libre de grasa y endurecieron sus músculos; y para él la afición al agua fue un tónico y un conservador de su salud.

Así era el perro Buck al llegar el otoño de 1897, época en que el descubrimiento de oro en el Klondike impulsó a los hombres de todo el mundo hacia el helado norte. Pero Buck no leía los diarios, y no sabía que Manuel, uno de los ayudantes del jardinero, era una amistad poco deseable. Manuel tenía un vicio: le gustaba jugar a la lotería china. Además, al jugar, era víctima de una debilidad que lo arruinaba: fe en un sistema; y esto hizo segura su condenación. Pues para jugar de acuerdo a un sistema se necesita dinero, mientras que el salario del ayudante de un jardinero apenas si alcanza para cubrir las necesidades de una esposa y su numerosa progenie.

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La llamada de lo salvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora