Capitulo 4 (parte 3)

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El que se había ganado el mando.

A veces pensaba en la enorme casa del juez Miller, en el soleado Valle de Santa Clara, y en el tanque de cemento, y en Isabel, la perrilla mejicana, y en Toots, el faldero japonés; pero más a menudo recordaba al hombre de la tricota roja, la muerte de Curly, la terrible pelea con Spitz, y las cosas buenas que había comido y que le gustaría comer. No sentía nostalgia. Las tierras cálidas se hallaban muy lejos, y esos recuerdos no tenían gran poder sobre él.
Y mucho más potentes eran las memorias heredades, y las que daban un aspecto de familiaridad a cosas que nunca había visto antes; los instintos (que no eran más que memorias de sus antecesores convertidas en hábitos) comenzaron a predominar en Buck.
A veces, allí echado, parpadeando al mirar las llamas con ojos soñadores, le parecía que esas llamas pertenecían a otro fuego, y que era otro el hombre que tenía enfrente. Ese otro hombre tenía las piernas más cortas y los brazos más largos, con músculos que eran delgados y nudosos en lugar de redondos e hinchados. El pelo de ese hombre era largo y enmarañado, y le crecía desde casi encima de los hombros. Emitía extraños sonidos, y parecía temer enormemente a la oscuridad, en la que hundía sus ojos continuamente, aferrando con mano temblorosa un garrote rematado en una filosa piedra. Estaba desnudo, pero tenía el cuerpo cubierto de un vello espeso y sucio que parecía ser una piel. No se erguía sobre sus piernas, sino que llevaba el tronco inclinado hacia delante. Su cuerpo estaba dotado de una agilidad casi felina y se mantenía alerta como si viviera en perpetuo temor de cosas visibles e invisibles.
Otras veces ese hombre peludo sentábase frente al fuego, con la cabeza entre las piernas y dormía. En esas oportunidades tenía los codos apoyados sobre las rodillas, y las manos entrelazadas sobre la cabeza como para protegerse de la lluvia con sus peludos antebrazos. Y más allá de ese fuego, en la oscuridad circundante, Buck podía ver muchos carbones ardientes, siempre gemelos, a los que reconocía como los ojos de enormes bestias voraces. Y podía oír el crujir de la maleza al paso de sus cuerpos, y los ruidos que hacían durante la noche.
Soñando así, a orillas del Yukón, con ojos perezosos que parpadeaban ante el fuego, esos sonidos y visiones de otro mundo le hacían erguir el pelambre del lomo y del cuello, o gruñir con ira, y el cocinero mestizo le gritaba:
-¡Ea, Buck, despierta!
Al conjuro de esas palabras, desaparecía el otro mundo, siendo remplazado por el actual, y Buck se levantaba y se desperezaba como si hubiera dormido realmente.
Fue ése un viaje terrible, y el trabajo los agotó. Habían perdido peso y estaban en malas condiciones cuando llegaron a Dawson, y necesitaban por lo menos diez días de descanso. Pero dos días después descendieron de nuevo a las orillas del Yukón, cargados con correspondencia para el exterior. Los perros estaban fatigados; los conductores furiosos, y para empeorar las cosas, nevó todos los días. Eso significaba que tendrían camino blando, mayor fricción en los patines y más trabajo para los perros; sin embargo, los conductores obraron muy prudentemente, e hicieron lo posible por mejorar la situación de los animales.
Todas las noches se atendía primero a los perros. Comían ellos antes que los conductores, y ningún hombre se acostaba hasta haber examinando las patas de sus perros. A pesar de todo ello, sus fuerzas disminuyeron. Desde comienzos del invierno habían viajado mil ochocientas millas, arrastrando trineos en toda la tremenda distancia; y mil ochocientas millas minan la fortaleza del más vigoroso. Buck lo soportó, obligando a sus compañeros a cumplir con su trabajo y manteniendo la disciplina, aunque también él estaba agotado.

Billee se quejaba y gemía en sueños todas las noches. Joe estaba más hosco que nunca, y a Sol-leks era imposible acercársele, ya fuera por el lado de su ojo ciego y por el otro.

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La llamada de lo salvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora