Capitulo 7 (parte 2)

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La llamada irresistible.

Los perros no tenían nada que hacer, salvo arrastrar la caza que mataba Thornton de vez en cuando, y Buck se pasaba las horas soñando frente al fuego. La visión del hombre peludo de las piernas cortas se le aparecía cada vez con mayor frecuencia, ahora que había poco que hacer; y a menudo, mirando al fuego, Buck vagaba con él en ese otro mundo que recordaba.
La característica dominante de ese otro hombre parecía ser el temor. Cuando observaba al hombre velludo dormido frente al fuego, con la cabeza entre las rodillas y las manos sobre la cabeza, Buck notaba que dormía en forma inquieta, con muchos movimientos nerviosos y aprensivos, para despertarse frecuentemente y mirar temeroso a la oscuridad, y arrojar más leña al fuego. Si caminaban por la playa, en la que el hombre velludo recogía mariscos y los iba comiendo, era con ojos que se fijaban en todas partes en busca de peligros ocultos, y con piernas listas para correr con la velocidad del viento ante cualquier eventualidad.

Por entre la selva avanzaban sigilosamente, Buck pegado a los talones del hombre; y ambos estaban alertas y vigilantes, con la orejas movedizas y las aletas de la nariz temblorosas, pues el hombre tenía un oído y un olfato tan agudos como los de Buck. El hombre velludo
podía saltar a los árboles y viajar con tanta rapidez por ellos como sobre el suelo, saltando de rama en rama; a veces a seis metros de distancia entre una y otra, sin caer nunca, sin errar su asidero ni una sola vez. En realidad, parecía hallarse tan cómodo entre los árboles como sobre el suelo; y Buck recordaba noches de vigilia pasadas debajo de los árboles sobre los que descansaba el hombre velludo, fuertemente aferrado a sus ramas aun en sueños.
Y muy relacionada a sus visiones del hombre velludo estaba la llamada que sonaba en lo más profundo de la selva. Le producía una terrible inquietud y extraños deseos. Le hacía sentir una alegría vaga y dulce, y notaba salvajes anhelos de algo que no entendía. A veces se adentraba en a selva en persecución de la llamada, buscándola como si fuera algo tangible, ladrando suavemente o con tono desafiante, según lo ordenara su estado de ánimo. Solía apoyar su hocico en el musgo fresco de los leños caídos o en la tierra negra donde crecía la larga hierba, y gruñir complacido al aspirar el olor de la tierra. A veces se agazapaba durante horas, como así estuviera oculto, detrás de los árboles caídos, con los ojos muy abiertos y el oído alerta para captar todo lo que ocurría a su alrededor. Tal vez, así echado, esperaba sorprender esa llamada que no podía entender. Pero no sabía porqué hacía todas esas cosas. Se veía obligado a hacerlas, y no razonaba respecto a ellas.
Impulsos irresistibles se apoderaron de él. A veces estaba echado en el campamento, dormitando al calor del día, cuando de pronto levantaba la cabeza y erguía las orejas, escuchando atentamente, y se lanzaba a la selva para correr durante horas por los senderos umbríos. Le gustaba recorrer los lechos de los arroyos secos, y acercarse a espiar la vida de los pájaros de los bosques. Durante días enteros solía echarse entre las matas para observar a la media luz de las noches de verano, leyendo señales y sonidos como un hombre puede leer un libro, y buscando ese algo misterioso que le llamaba..., ese algo que lo llamaba dormido o despierto, a todas horas.
Una noche despertó sobresaltado, los ojos luminosos, las aletas de la nariz temblando y aspirando el aire, la melena erizada. Desde la selva llegaba la llamada, más clara y definida que nunca: un largo aullido, parecido, aunque diferente, a cualquier grito emitido por los perros. Y Buck la reconoció como algo que había oído antes. Cruzó en silencio el campamento dormido y se internó en la selva. Al irse aproximando a la llamada, acortó la marcha, moviéndose con extremada cautela, hasta que llegó a un claro entre los árboles, y vio, sentado muy erecto y con el hocico señalando al cielo, a un flaco lobo de los bosques.
No había hecho ningún ruido; sin embargo, el lobo dejó de aullar y trató de descubrir su presencia. Buck salió del claro, medio agazapado, el cuerpo hecho un ovillo; la cola recta y rígida; las patas moviéndose lentamente. Cada uno de sus movimientos proclamaba amenaza mezclada con un avance amistoso. Era la tregua amenazadora que señala el encuentro de las bestias salvajes. Pero el lobo huyó al verlo. Buck le siguió a saltos, deseoso de alcanzarlo. El lobo se introdujo en el lecho de un arroyo seco y encontró que tenía cortada la retirada por un enorme tronco caído. Giró sobre sí mismo, como lo hacían todos los perros acorralados, rugiendo y erizando los pelos, abriendo y cerrando las mandíbulas en una rápida sucesión de mordiscos.

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La llamada de lo salvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora