Capitulo 5 (parte 3)

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La ardua faena del sendero.

Buck presentía vagamente que no se podía depender de esos hombres ni de la mujer. No sabían hacer nada, y al pasar los días se hizo aparente que no podían aprender. Eran negligentes para todo, y no tenían orden ni disciplina. Necesitaban la mitad de la noche para instalar el campamento, y media mañana para levantarlo y cargar el trineo en forma tan defectuosa que durante el resto del día se veían obligados a detenerse varias veces para volver a acomodar la carga. Algunos días no lograban viajar ni diez millas. Otros, eran incapaces de emprender la marcha. Y ningún día lograron cubrir más de la mitad de la distancia tomada como base por los hombres para calcular el alimento de los perros.
Era inevitable que les faltara comida para los animales. Pero ellos apresuraron el momento dándoles demasiado de comer. Los perros extranjeros, cuyas digestiones nos estaban acostumbradas por el hambre crónica a aprovechar lo máximo de lo poco que les dieran, tenían apetitos voraces.

Y teniendo en cuenta que, agregado a esto, los agotados nativos tiraban muy débilmente, Hal decidió que la ración normal era demasiado escasa. La aumentaron al doble. Y para rematar todo eso, cuando Mercedes no pudo convencerle de que les diera más comida a los perros, ella comenzó a robar de los sacos de pescado y a alimentarlos a escondidas. Pero no era alimento lo que Buck y los otros necesitaban, sino descanso. Y aunque marchaban con mucha lentitud, la pesada carga que arrastraban minaba severamente sus fuerzas.
Luego llegó el momento en que debieron pasar hambre, Hal despertó una mañana y comprobó que la mitad del alimento de los perros había desparecido y que la distancia que se había cubierto era sólo una cuarta parte; además, era imposible obtener más provisiones ni por amor ni por dinero. De modo que disminuyó la ración normal y trató de aumentar la jornada diaria. Su hermana y su cuñado le apoyaron; pero vieron frustrados sus esfuerzos por la pesada carga y por su propia incompetencia. Era cosa muy fácil darles menos comida a los perros; pero resultaba imposible hacerles viajar más rápidamente, mientras que su propia incapacidad para emprender el viaje diario más temprano les impedía viajar más horas. No sólo ignoraban cómo manejar a los perros, sino que también ignoraban la forma de manejarse a sí mismos.
El primero en abatirse fue Dub. Por ladronzuelo tonto que fuera, siempre dejándose sorprender y castigar, había sido sin embargo un trabajador incansable. Su paleta dislocada, privada de atención, fue de mal en peor, hasta que finalmente Hal le disparó un tiro con su enorme Colt. Suele decirse en aquella región que un perro extranjero se muere de hambre con la ración con que se mantiene uno nativo, de modo que los seis extranjeros del equipo de Buck no podían hacer menos que morirse con la mitad de esa ración. El Terranova fue el primero, seguido luego por los tres pachones de pelo corto; los dos mestizos se aferraron con más tenacidad a la vida, pero al fin murieron también.
Para ese momento ya había desparecido la capa de suavidad y cortesía de las tres personas.

Desprovisto de su encanto y atractivo, el viejo Ártico se convirtió para ellos en una realidad demasiado ruda para su preparación anterior. Mercedes dejó de llorar por los perros, pues estaba demasiado ocupada llorando por sí misma y riñendo con su hermano y su esposo. Las peleas era lo único de lo que no se cansaban. Su irritabilidad nació de su desdicha, aumentó con ella, hasta redoblarse y dejarla muy atrás. La maravillosa paciencia del sendero, que es prerrogativa de los hombres que trabajan arduamente y sufren en silencio, conservándose bondadosos y corteses, era desconocida para ellos. No tenían idea siquiera de esa paciencia. Estaban cansados y doloridos; sus músculos les dolían; sus huesos les dolían; hasta sus mismos corazones les hacían daño; y debido a esto hablaban rudamente, y las palabras bruscas eran las primeras en sus labios por la mañana y las últimas por la noche.
Charles y Hal reñían en cuanto Mercedes les daba la oportunidad. Cada uno de ellos creía firmemente que hacía mucho más de su parte de trabajo, y ninguno de ellos tenía empacho en comentar esa creencia a cada momento. A veces Mercedes se ponía de parte de su esposo, y a veces de parte de su hermano. El resultado era una bonita e interminable riña familiar. Comenzando con un altercado respecto a quién debería cortar unos pocos leños para el fuego (una disputa que sólo concernía a Charles o Hal), a poco se introducía en a discusión al resto de la familia: padres, madres, tíos, primos, personas que se hallaban a miles de millas de distancia, y algunos de los cuales no existían ya.

El hecho de que los puntos de vista artísticos de Hal, o la clase de obras que escribió el hermano de su madre, tuvieran algo que ver con la leña para el fuego, está más allá de nuestro alcance; sin embargo la disputa tendía tanto en esa dirección como en la de los prejuicios políticos de Charles. Y el hecho de que la lengua viperina de la hermana de Charles tuviera algo que ver con un viaje por el Yukón, sólo era aparente para Mercedes, quien expresaba innumerables opiniones sobre ese tema, e, incidentalmente, sobre algunos otros rasgos especialmente desagradables de la familia de su esposo. Mientras tanto el fuego seguía sin arder, el campamento sin preparar, y los perros no comían.
Mercedes no tenía resentimiento especial: el resentimiento de su sexo.

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La llamada de lo salvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora