Capitulo 3 (parte 4)

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La primitiva bestia dominante

El conejo corrió por la orilla del río y tomó por un arroyuelo, sobre cuyo lecho helado emprendió veloz huída. Corría ligeramente sobre la superficie, mientras que los perros se adelantaban sólo a viva fuerza. Buck dirigía la manada, compuesta de sesenta bestias, pero no pudo adelantar terreno. Corría velozmente, mientras su espléndido cuerpo se movía rítmicamente, salto tras salto, a la luz pálida de la luna. Y salto tras salto, como si fuera algún espíritu alado, el conejo de las nieves huía de sus perseguidores.

Todo el instinto de sus antepasados dominaba ahora a Buck en forma irresistible. Corría a la cabeza de la jauría, persiguiendo a la carne viviente para destrozarla con sus colmillos y llenarse el hocico de sangre cálida.
Hay un éxtasis que marca el punto culminante de la vida, y más allá del cuál la vida no puede elevarse. Tal es la paradoja de vivir. Este éxtasis se presenta cuando uno está más vivo, y es un completo olvido de la vida, le llega al artista, dominado por el anhelo de producir su obra maestra; le llega al soldado, sediento de sangre y rehusando cuartel; y le llegó a Buck, que corría a la cabeza de la jauría, lanzando el antiguo grito de guerra de los lobos, esforzándose por alcanzar el alimento vivo que huía de él a la luz de la luna. Estaba dominado por el pleno éxtasis de vivir, la ola abrumadora de la existencia, el gozo perfecto de sentir en movimiento cada uno de sus músculos, mientras que todo lo que en su cuerpo estaba dotado de vida plena y salvaje le urgía a seguir la persecución sobre la superficie helada.

Pero Spitz, frío y calculador aun en los momentos supremos, abandonó la jauría y cortó camino por una angosta lonja de tierra que formaba una curva del arroyo. Buck no conocía el sitio, y al doblar la curva vio que un perro saltaba desde la orilla para cortar el paso a su presa. Era Spitz. El conejo no podía volverse, y cuando los blancos dientes le rompieron la nuca, lanzó un chillido de dolor. Al oirle, toda la jauría elevó un coro de aullidos gozosos.

Buck no levantó la voz. No se detuvo en su carrera, sino que se lanzó contra Spitz con tanta fuerza que erró la dentellada a su garganta. Se revolvieron en a nieve repetidas veces. Spitz se paró casi tan pronto como había perdido el equilibrio, mordiendo a Buck en el pecho y saltando hacia atrás. Dos veces se cerraron sus dientes como si fueran las mandíbulas de acero de una trampa, mientras retrocedía en busca de terreno más propicio.

En un segundo se dio cuenta Buck. Había llegado el momento. Seria una lucha a muerte. Mientras giraban en círculos, gruñendo con las orejas echadas hacia atrás, esperando la ventaja, la escena resultó completamente familiar a Buck. Le pareció recordarlo todo: los bosques blancos, la tierra y la luz de luna, la excitación de la batalla. Sobre la blancura y el silencio se cernía una clama espectral. No corría el más leve soplo de aire; nada se movía; ni una sola hoja temblaba; el aliento visible de los perros se elevaba lentamente en el aire helado. Pronto despacharon al conejo esos perros que no eran más que lobos mal domesticados; y ahora formaban un círculo expectante. Ellos también guardaban silencio y observaban con ojos brillantes. Para Buck no resultaba nueva ni extraña esa escena de los tiempos inmemoriales. Era como si así hubiera sido siempre la vida.
Spitz era un luchador muy ducho. Desde Spitzbergen a través del Ártico, y en Canadá y los helados desiertos del norte, se había impuesto a toda clase de perros. Estaba dominado por la furia, pero ésta no le cegaba. En su deseo de herir y destrozar, no olvidaba que su enemigo era presa de la misma pasión. No se lanzaba contra el otro hasta estar preparado a resistir otra embestida; no atacaba hasta haberse defendido primero de otro ataque.

En vano trató Buck de hundir sus colmillos en el cuello de enorme perro blanco. Dondequiera que sus dientes buscaran la carne del otro, allí estaban los colmillos de Spitz para hacerle frente. Repetidas veces atacó, pero no podía penetrar la guardia de su enemigo. Luego comenzó a embestir a Spitz en forma continuada y velocísima. Una vez tras otra buscó la blanca garganta, en la que la vida se hallaba muy cerca de la superficie, y siempre lo recibía Spitz con una dentellada y se echaba hacia atrás. Entonces comenzó Buck a embestir como si buscara la garganta, para, a último momento, elevar la cabeza y dar un empellón al otro para tratar de hacerle perder el equilibrio. Mas con cada embestida recibía una nueva herida en el pecho, y su enemigo se libraba del ataque con un salto hacia atrás.
Spitz estaba ileso, mientras que Buck chorreaba sangre por un sinfín de de heridas y respiraba pesadamente. La lucha se había hecho desesperada. Y mientras tanto, el silencioso círculo aguardaba el momento de acabar con la vida del que cayera. Cuando Buck comenzó a jadear, Spitz empezó a embestirlo, obligándole a defenderse para no perder el pie. En cierta oportunidad, Buck cayó, y todo el círculo formado por sesenta perros comenzó a incorporarse; pero logró recobrarse a tiempo, casi en medio de una voltereta, y el círculo volvió a sentarse para continuar su espera.
Buck poseía una cualidad que le hacía más grande; la imaginación. Peleaba por instinto, pero también podía luchar con la cabeza. Embistió, como si tratara de dar un empellón con el pecho, pero en el último momento se agazapó sobre la nieve y sus dientes se cerraron sobre la pata delantera de Spitz. Se oyó el crujir de huesos rotos, y el perro blanco le hizo frente con sólo tres patas. Tres veces trató de derribarlo, luego repitió la treta y le quebró la otra pata. A pesar del dolor y la invalidez, Spitz luchó con denuedo por mantenerse en pie. Vio el silencioso círculo de ojos brillantes que se le acercaban, tal como lo viera en otras oportunidades lanzarse sobre sus abatidos antagonistas. Sólo que esta vez era él el vencido.
No había esperanza para Spitz. Buck fue inexorable. La piedad era algo reservado para climas benignos. Se preparó para la embestida final.

El círculo se había cerrado hasta el punto que sentía el aliento de los otros en sus flancos. Los veía ya listos para el salto, con los ojos fijos en él. Pareció sobrevenir una pausa. Todos los animales estaban inmóviles como si se hubieran convertido en piedra. Sólo Spitz se estremecía mientras gruñía en forma terriblemente amenazadora, como si quisiera asustar a la muerte inminente. Luego Buck saltó hacia delante y hacia atrás, pero en el momento en que estuvo al lado de su antagonista, por fin pudo cerrar sus mandíbulas en su garganta. El oscuro círculo se convirtió en un punto sobre la blanca nieve, y Spitz desapareció de la vista. Buck se apartó para observar la escena. Era el vencedor, la bestia primitiva dominante que había matado y estaba satisfecha.

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La llamada de lo salvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora