Primer encuentro

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El teléfono de casa sonaba incesante y se metía por mis oídos hasta mi cabeza.
Me aprieto las sienes con fuerza al sentir campanazos de dolor en el cráneo.
Me arrastro por el parvo pasillo hasta el salón escasamente decorado con dos sofás, una mesa baja y un mueble para la tele. Los lujos han sido algo inexistente en mi vida, desde que tengo uso de razón, mi padre me ha enseñado que las cosas hay que luchar por conseguirlas. Hay que sudar cada logro para llegar a la meta. Lástima que nuestras metas no hayan pasado de poder conseguir un sueldo para pagar las facturas y poder comer. Y mantener sus vicios.
Descuelgo el teléfono y la voz de Raquel, jefa de recuerdos humanos de la empresa para la que trabajo me llega ajetreada.

- ¿Anastasia?

-Buenos días, Raquel. -Suspira de alivio.

-Anastasia, ¿cómo estás? Siento mucho la muerte de tu padre.
Ladeo la cabeza y miro por la ventana el día lluvioso y frío de octubre. Londres es una cuidad preciosa, pese a vivir en los suburbios siempre me he sentido cómoda por estas calles.

-Gracias, Raquel -respondo en voz baja y casi indiferente.
Soy de las personas que creen que hay dos tipos de dolor. El que no te mata y te hace más fuerte, y el inútil.
Nada hará que mi padre vuelva, y es mejor así.

-Anastasia, ya sé que estás de permiso por defunción, pero el jefe viene hoy y quiere hacer un reunión con el personal -dice apenada.

-Estaré allí en una hora -contesto automáticamente.

-Bien. Gracias.
Cuelgo el teléfono y vuelvo a arrastrarme por el pasillo hasta la puerta del baño y me meto en la ducha.
Dejo que el agua caiga sobre mí, limpiando mi cuerpo mientras elimino los restos de fatiga y cansancio.
Me arreglo el pelo y lo dejo bien liso, y me maquillo con movimientos robóticos.
Elijo un atuendo sobrio para el trabajo. Un pantalón negro entallado de pinzas, una camisa blanca y unos zapatos de tacón de color negro. Son bonitos y muy cómodos, los pillé muy rebajados y son los que uso para el trabajo. Mi sueldo no da para mucho, pero me manejo bien. Soy ayudante de uno de los directores financieros de Grey Finance. A mi jefe le gusta que vista bien. Bueno, más bien le gusta que vista provocativa, pero ni muerta me pongo falda para que ese cabrón me babee encima mientras le llevo el café.

El edificio Zafire, dónde están las oficinas de Grey Finance, me resulta tan impresionante como siempre.
Una torre oblicua elevada al cielo, de acero y cristal de color azul cobalto.
Es una maravilla arquitectónica, moderna, arrogante y soberbia en el centro de Canary Wharf.
Respiro hondo y entro por las puertas de hierro dorado, sin dirigir mi mirada a ninguna parte y me escabullo con sigilo entre el mar de ejecutivos y trabajadores que se disponen a cumplir con su jornada laboral. Me centro únicamente en el sonido de mis tacones contra el suelo de mármol trivertino. Las increíbles piezas blancas y negras forman un elegante mosaico en todo el hall, y unas piezas lisas en las paredes.
El lujo se destila en cada minúsculo rincón decorado con el más exquisito gusto.
Consigo entrar por los pelos en uno de los cinco ascensores abarrotados de gente que hay en el lado izquierdo del pasillo y me vuelvo frente a las puertas metálicas abiertas con la vista al frente, delante de mí se forma un barullo de hombres uniformados de trajes de riguroso negro, y en medio de todos ellos, un par de ojos me dejan sin aliento. Me miran con total descaro y frialdad haciendo que mi cuerpo se estremezca, me erice el vello de la nuca y un pellizco de tensión apriete mis entrañas. Su intensidad se proyecta en mí y se abre paso con una fuerza invisible é imparable entre la poca gente que tiene la osadía de pasar por su lado. Parece un rey.
Sus pasos se detiene haciendo que todo a su alrededor se detenga en el acto, incluso mi corazón.
¡Mi puto y hasta ahora inexistente corazón!
Parece que tuviera el poder de hacer girar o no el mundo. Su cara perfecta permanece imperturbable mientras me mira. Tiene el pelo cobrizo, corto por la nuca y escalado hasta la coronilla con un bonito y perfecto tupé peinado hacia un lado. Lleva un traje que le queda como un guante y que realza el muro de músculos que es su cuerpo. Abro la boca y suspiro entrecortadamente echándome a temblar cuando se gira por completo y da un paso hacia mí y de repente las puertas se cierran dejándome aturdida.
¡Por todos los santos!
Muevo el cuello de un lado a otro destensándolo.
Aprieto la pequeña bandeja de cartón que contiene mi pedido habitual de café cuando siento un ligero temblor y vuelvo a llenar mis pulmones del aire pesado del confinamiento de metal.

Cisne blancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora