Mi puesto carece de un rótulo oficial. Aquí suelen decir que soy un "apuntador".
Mis tareas son múltiples, pero giran siempre alrededor de una considerable cantidad de expedientes que se amontonan, a lo largo de la jornada, en mí cubículo. Durante la noche desaparecen, sin duda llevados por otros encargados a oficinas diversas donde atravesarán por vaya uno a saber cuáles otros procesos de calificación y distribución. Mientras están en mi poder, debo revisarlos para agruparlos en conjuntos, de acuerdo a los profesionales que los emiten o a la temática que se tratan en los mismos. De paso, debo buscar los errores ortográficos y señalarlos y, siguiendo ciertos parámetros que no se me permite divulgar, apuntar particularmente los datos que pudieran ser considerados "sensibles" o "comprometidos". Los datos sensibles se subrayan en azul, los comprometidos en rojo. Como es de esperarse, no se me permite explayarme sobre qué cae en cada una de estas categorías, pero lo cierto es que rara vez tengo la posibilidad de hacer los llamados correspondientes. Nunca, o casi nunca, es necesario recurrir a las tintas de colores para realizar marcas. Es evidente que los expedientes provienen ya de terceras manos que se han encargado de redactarlos, de corregirlos y, particularmente, de censurarlos. Líneas negras tachan inexorablemente palabras, renglones, párrafos enteros. Alguien ya ha leído estos archivos y ha considerado que tal o cual mención, que esta o aquella idea, son demasiado peligrosas, que comprometen intereses superiores, y ha decidido que es mejor que aquello que descansa debajo de los rayones negros no sea leído por nadie más.
Por todo esto, la mayoría de las veces mi tarea se limita a la lectura y la calificación de los expedientes.
Por todo esto, es posible que mis predecesores hayan dimitido de sus tareas, hartos de recibir textos de segunda mano, de ocupar un lugar más en una secuencia de extrañas manipulaciones que no podían comprender. Quizás se hayan preguntado ¿de qué sirve revisar archivos que alguien más ha revisado ya y que, tal vez, alguien más volverá a revisar después? ¿A dónde van estos expedientes y de dónde vienen?
Pero todo lo que hemos leído en nuestra vida es literatura de segunda mano. Cosas que otros han elegido para nosotros, y que nos han legado con una pesada carga de correcciones, de modificaciones, de ideologías, de censuras e ideas mutiladas.
Lo que queda es nuestro. Lo que persiste, aun siendo una copia poco fiel de algún original que nadie conocerá jamás, es nuestro. Pero puedo comprender, eso sí, que mis predecesores hubieran encontrado esta tarea un tanto monótona y anodina y que, por eso, hayan utilizado sus lapiceras para dejar sus secretos mensajes en el cajón de mi escritorio.
El mensaje en color verde, dice:
<A veces un impulso de loca inspiración abre una brecha en lo que no es más que un letárgico juego que se prolonga de lunes a domingo, y de domingo a lunes.
Pero eso rara vez alcanza. Mis acciones son reflejos de sí mismas. Mis ideas son repeticiones cíclicas.
Yo, lamentablemente, ya no puedo dejar de ser yo.>
Quizás sea cierto que nuestras producciones no serán jamás hijas de la originalidad y que estemos condenados a repetir ideas viejas con aires de inauguración. Vamos a reproducir lo que hemos oído, a trascribir lo que otros escribieron, a pintar con nuevos colores los diseños que alguien ya nos ha plantado en la imaginación.
Por algún motivo, pensé en V. y una congoja muy profunda me tomó el pecho. De esto me sacó un detalle imprevisto, una peculiaridad que parecía no tener razón de ser en el subsuelo: una extraña melodía llegó desde algún lugar de las cercanías.
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Melodía Solitaria
General FictionUn personaje ignoto que trabaja en un ambiente que muchos describirían como un infierno, entre tareas monótonas y luces monocromáticas. Una repetición de labores mundanas e ideas que se convierten en cíclicas, baladíes, detestables. La presencia d...