En fecha 11 de ----- los expedientes volvieron a saturar el subsuelo y la tranquilidad habitó nuevamente mi corazón ¡Otra vez tenía trabajo que hacer! De nuevo podía decir que ocupaba mi tiempo en algo útil, aun ignorando en beneficio de quién redundaban mis esfuerzos.
Avanzaba a doble marcha, marcando con rojo por acá y con azul por allá. Sentía la peculiar alegría que experimentan los lectores asiduos cuando, al encontrarse con una novela nunca antes vista, son atrapados desde el primer capítulo y necesitan con urgencia pasar a la página siguiente y a la subsiguiente. Era presa de una especie de encarnizamiento bélico-administrativo.
Este frenesí laboral me impedía, de momento, considerar cualquiera de los pensamientos que podrían haberme generado angustia. No cavilaba sobre melodías tristes, ni en pesadas cargas que ascienden infinitivamente laderas arriba. No pensaba en V., y hasta había pasado por alto el hecho de que llevaba ya varios días sin ver a Gabriel en las pausas para el café. Era posible que se hubiera hartado de todo esto y hubiera dimitido de su trabajo.
Tan enfrascado me encontraba en mi labor, que ni siquiera aproveché el recreo de las once. Cuando la señal sonó y todos abandonaron sus puestos, yo permanecí todavía perdido en mis expedientes, entre mis mutilados y parcos compañeros con sus bocas cerradas con hilo negro de desconocidos marcadores.
De repente, de entre dos archivos que habían permanecido yuxtapuestos, se desprendió una página de color amarillento que cayó al suelo, justo donde mis pies se hundían de a ratos en las sombras del viejo escritorio.
Cuando mi mano extrajo aquella... no podía dar crédito a lo que estaba viendo: un documento indemne. Completo, al menos dentro de los límites autosuficientes de sus propias líneas. Un golpe de vista me llevó a divisar los renglones intactos, carentes de marcas, de llamados, de tachones. Ideas íntegras y racionales.
Justo entonces, escuché los pasos cansados de mis compañeros, retornando de la pausa cafeínica. Mis dedos doblaron en dos el documento y lo depositaron en el bolsillo interno de mi sobretodo (que traía puesto, pues en esta época el subsuelo había devenido en un infierno helado). Ahora, el papel amarillo descansaba, escondido, junto a un corazón que golpeaba furioso. Adrenalínico, pues sabía que acababa de cometer una seria infracción al reglamento laboral: apropiarse de cualquier pieza de documentación estaba terminantemente prohibido. Esa conducta podía derivar en apercibimiento, en multa, en despido.
Pero nadie me había visto y, por lo que había podido observar en los últimos meses, tampoco había guardias u otros funcionarios que velasen por el respeto a la reglamentación. Aún más, a nadie aquí podía interesarle menos hacerse con piezas de estos enmohecidos expedientes.
Entonces ¿por qué había recurrido yo al hurto? ¿Qué propósito vendría a justificar un posible despido y el título de "ladrón"? Meditaba al respecto, mientras volvía pisando oscuras baldosas. Cada tanto mi mano diestra palpaba mi corazón, a través de un sobretodo cerrado hasta el cuello. Cada tanto mi derecha intentaba, en vano, calmar un poco mis pulsaciones aceleradas y, de paso, corroborar que continuase ahí la prueba de mi delito.
Entonces ¿por qué?
Porque lo necesitaba. Había gastado los últimos meses leyendo textos incoherentes e inconexos. Mancillados, arruinados, destruidos. Y pese a que me había llenado la boca diciendo que quería estar ahí, y que eso era justo lo que quería estar haciendo, lo único que había logrado era optar por el menor de dos males: prefería el mundo subterráneo con sus pedazos (como miembros cercenados, como restos) de escritos sin sentido, que el mundo exterior donde V. ya no me esperaba y donde su ausencia me producía dolor. Elegía el subsuelo, sólo porque no encontraba la forma de vivir en el mundo de arriba.
Y ahora, este documento me había hecho recordar de golpe que es posible hilar ideas de forma tal que tengan un principio y un fin. Un propósito y un sentido. Esta singular página amarillenta era como un ¿salvavidas? Sí, como un salvavidas que aparece de imprevisto en la inmensidad del mar azul, en la confusa e infinita extensión de una superficie siempre cambiante cuya profundidad y latitud son imposibles de visualizar o imaginar. Como una pieza física, corpórea, firme, a la cual aferrarse en medio de la fluctuante confusión a la que uno ya se ha rendido, por cansancio puro.
Y yo, cual náufrago, me abrazaba fuerte a este vestigio de cordura y de coherencia. Y yo, cual gato, sopesaba mi curiosidad y era capaz de afrontar consecuencias terribles a causa de ella pues – y esto no era menos cierto – quería saber qué demonios decía este documento.
Quizás otros no habría llegado a estas conclusiones y, lo que es más, debo reconocer que el camino de razonamientos que me llevan hasta ellas están pavimentados con los adoquines de la estupidez. Otros, tal vez, juzgarán mi accionar un día –no muy lejano, inclusive – y resolverán que no es sino un intricado compendio de excusas. Dirán que no soy más que un ladrón.
Y tendrán razón...
Me detuve en la esquina. Volví la vista, para asegurarme que nadie me seguía.
Pensé en mis ignotos predecesores, que habían marcado sus pisadas desganadas y dejado sus recados ocultos.
Pensé en la roca que se arrastra cuesta arriba, desgastando el espíritu humano.
¿Un espíritu? Una manifestación que se rebela, así sea sólo en detalles sutiles, como unos renglones que nadie debería ver, o una canción que se recita en la íntima oscuridad de una oficina cuya luz te deja ciego.
Pensé en Gabriel y en como en alguna charla había mencionado que él actuaba y, ex post facto, permitía que los demás emitiesen el juicio que creyesen oportuno, sin oponerse nunca. En ese momento, lo consideré un tipo egocéntrico e impulsivo. Y me pareció tener razón.
Mi mano volvió a palpar, inquieta, mi pecho.
Y los demás dirán que soy un ladrón. Razón no les faltará. Pero el documento obraba en mi poder.
Mi espectral compañero siempre estuvo en lo correcto.
Curioso que justo él me cruzase la mente en ese momento pues, al dirigir la vista al otro lado de la avenida, me pareció reconocerlo: estaba en la esquina opuesta, bajo un farol cuya luz tenue le poblaba el rostro de noches. Tenía la cabeza gacha, como quien camina bajo la lluvia sin paraguas, y frente a él un hombre corpulento, vestido de negro de pies a cabeza, parecía impartirle un severo reclamo. Entre ambos había un par de pasos de distancia, propio de quienes no son amigos. Durante un instante dudé, pues los vehículos en su constante ir y venir no me dejaban determinar con certeza absoluta si se trataba de Gabriel. Pero luego hubo un momento de quietud y claridad. Esa cara pálida y esos cabellos oscuros no podían pertenecer a otro fantasma. Lo que es más, me parece que él también me vio, brevemente, mientras yo dudaba todavía en cruzar la avenida y saludarlo. Me vio y dio vuelta el rostro, para perderse de inmediato en la cerrazón de una esquina sin luces, llevándose al desconocido oscuro con él.

YOU ARE READING
Melodía Solitaria
General FictionUn personaje ignoto que trabaja en un ambiente que muchos describirían como un infierno, entre tareas monótonas y luces monocromáticas. Una repetición de labores mundanas e ideas que se convierten en cíclicas, baladíes, detestables. La presencia d...