IV

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Gabriel L------- ocupa el cubículo contiguo al mío. Uno creería que las disposiciones, supuestamente idénticas, de los objetos en el interior de cada área de trabajo llevarían a que todos los escritorios se afirmasen siempre contra las paredes que miran al norte. Este, sin embargo, no es el caso: la mesa de Gabriel está apoyada contra el parapeto sur de su cubículo, por lo cual se enfrenta directamente con la mía. La proximidad resultante de este hecho me ha llevado a percibir en algunas ocasiones sus suspiros desde el otro lado, sus rezongos que provienen desde más allá de los límites de mi universo cuadrado.

Pese a la vecindad inmediata que nos reúne, jamás habíamos intercambiado palabra alguna. Lo que es más, me parece que él puede haber ingresado a trabajar aquí desde hace apenas unas semanas. Nunca le había visto en el subsuelo, ni en los descansos para el café.

Ahora que hemos tenido la oportunidad de conversar un poco (pues nos encontramos en las escaleras cuando el reloj había dado ya las once) puedo decir de él que, en su aspecto físico al menos, cuadra perfectamente con el lugar donde trabajamos. Gabriel tiene la tez más pálida que haya visto nunca. Unos ojos marrones claros ponen algo de necesario color en esa cara que, decorada por cabellos negros, pareciera estarse desvaneciendo constantemente. Si uno descartase la extraña intensidad que tiene en su mirada, podría asegurar que se trata de un fantasma que ha salido a repartir sustos en el subsuelo que es tan níveo como él.

Lo poco que de antemano sabía de Gabriel, lo que podía inferir de sus lamentos espectrales del otro lado de mi muro, me habían llevado a tenerle cierta inapetencia. No quería tener nada que ver con el quejumbroso vecino del norte.

Lo cierto es que, desde el primer apretón de manos, la calidez de su sonrisa y el ímpetu de su mirada producen un efecto intoxicante: de inmediato se está dispuesto a creer que este fantasma está más vivo que cualquiera de los condenados que rondan el subsuelo. Su labia acentúa esta idea de proactividad, sazonando su personalidad con lo que, al menos en apariencia, es una instrucción formal o una vida de lecturas diversas.

Lo que podría haber sido una treintena de minutos silenciosos, fue llenado con una historia que me ha parecido placentera: Gabriel carga consigo un pequeño libro de bolsillo titulado "Un regreso momentáneo". Según afirma, el opúsculo (que no es otra cosa que escueto conjunto de microtextos y poemas sin un orden aparente) fue colocado en el bolsillo de su saco, mientras esperaba el subte, una mañana helada de otoño. El pequeño tomo de tapa amarilla no lleva el sello de ninguna editorial, ni imprenta. Tampoco está firmado por su autor, ni bajo nombre ni seudónimo. Una búsqueda en línea ha arrojado apenas un par de resultados: otras personas que han compartido la misma experiencia de encontrarse un día cualquiera con el libro bastardo y que, al igual que Gabriel, han escudriñado en vano por una respuesta.

"Alguien – menciona Gabriel para cerrar el relato – ha considerado oportuno pasar por las molestias ineludibles que conllevan la publicación de un libro. Acto seguido, ha encontrado apropiado no reclamar la propiedad intelectual de su obra, dejándola al descubierto para que cualquiera pudiera apropiarse de ella. Aún más, ha salido a la calle a incurrir en una conducta casi criminal, a abordar bolsillos ajenos donde billeteras y otros objetos de valor viajan a la deriva, sólo para depositar ahí una obra anónima – sonríe mientras dice lo que viene a continuación - ¿Pará qué? ¿Cuál es el fin de todo ese trabajo si no se persiguen ni las ganancias monetarias ni el reconocimiento social?"

Alguien... había escrito en el rincón más apartado del cajón de madera:

<La falta de asiduidad, hace que los encuentros con uno
sean siempre algo emotivo. Nuestros libros favoritos nos hacen llorar
porque nos remiten a nosotros mismos.
Algunas personas

producen elmismo efecto.>

Melodía SolitariaWhere stories live. Discover now