Al día siguiente me presenté al trabajo, puntual como de costumbre.
Llevaba conmigo el documento, doblado cuidadosamente y oculto entre papelillos autoadhesivos que tenían un color bastante similar. Quería camuflarlo un poco, en caso de que alguien lo viera de reojo y por accidente. Cosa ridícula, pues no creo que nadie pudiese aproximarse tanto al bolsillo interno de mi abultado abrigo.
Ahora ¿por qué había decidido traer encima la pieza incriminatoria? Creo que, al salir de casa aquella mañana, reflexioné que –dado el tenor serio del documento- no estaba de más tenerlo a mano en caso de que alguien llegase por el subsuelo preguntando por él o que, inclusive, vinieran a encararme a mí como el tenedor ilegítimo del mismo. Esto último era poco probable pues partía de la base de que alguien debería haber estado observando en el momento de la sustracción... poco probable, pero no imposible. Por otro lado, también podía suceder que hubiese un registro, en algún lugar, de los distintos destinos a los que debían necesariamente dirigirse papeles como el que yo tenía. Y en este caso, era más que seguro que alguien vendría en algún momento a requerirme un documento que TENÍA que estar en mi cubículo.
Mmm... la existencia de un registro tal. No se condecía con la falta de interés general que se observaba entre las paredes blancas que me rodeaban. Pero debía siempre recordar que esta pieza de papel venía del mundo exterior, de un mundo que resultaba a todas luces más estructurado, más serio, más reglado. Que aquí la confección ordenada de cédulas o matrículas, de listados o archivos, pareciera algo descabellado, no debía incidir sobre lo que podría suceder allá afuera.
Entre estas cavilaciones trascurrió mí mañana. Quizás había sido una terrible idea traer conmigo el documento ilegítimo pues, tengo que admitirlo, sentía que me vigilaban. En mi nuca podía percibir el suspiro persecutorio propio del que está en falta y, a cada minuto, volteaba la cabeza para cerciorarme de que nadie me estuviera viendo, de que nadie llegase por los pasillos a preguntar por mí. En determinado momento uno de los compañeros se detuvo a metros de mi cubículo y comenzó a observar en derredor. Mi corazón dio un vuelco "Te buscan – me dije– en cualquier momento vendrán a perturbar la paz de tu nido de cuatro esquinas". Pero no, pronto regresó a ocupar el lugar que le correspondía.
Dejando de lado mis persecuciones imaginarias, la mañana trascurrió con una normalidad calma. Los expedientes habían regresado a fluir en una cantidad similar a las que les era habitual. Hubo algo que me llamó la atención: Gabriel seguía sin aparecer. De alguna forma había vinculado la regularidad de mis funciones con la presencia del espectro y asumía que, volviendo mis labores a los caudales acostumbrados, mi compañero terminaría también por ocupar el lugar que le correspondía en este universo monocromático.
¿Era costumbre lo que me hacía pensarlo? ¿O acaso el hecho de que me parecía haber reconocido su etérea figura la noche anterior?
Tal vez evadía con tozudo optimismo la idea que proporcionaba la más probable de las explicaciones: mi amigo fantasmal había sucumbido ante la aplastante roca monótona del aburrimiento ante la cual muchos aquí abajo solían renunciar.
Sus quejidos, sus pintorescas historias, su melifluo, no habrían sido suficientes para resistir la tarea. Probablemente no volvería a verle.
La tarde llegó y, luego de ella, la noche. En invierno los plazos diurnos se reducen considerablemente y alrededor de las seis el sol está en declive. Para las siete, la nocturnidad ya lo es todo.
La misma sensación de la mañana se apoderó de mí: sentía que me seguían. Esta vez, sin embargo, podía llevar algo de razón. Mis pasos parecían estar siendo secundados por un extraño que, una veintena de metros por detrás, caminaba igualando mi velocidad. Giré la cabeza, miré de reojo: se trataba de alguien –probablemente un hombre – de baja estatura, llevaba sombrero. Las ropas eran marrones, o de tonalidades similares. Imposible saberlo sólo en un vistazo. Lo que sí, el abrigo pesado y anticuado que llevaba ocultaba su anatomía. Podía ser un escuincle o un físico culturista debajo de esa prenda.
"O dos niños, uno encima del otro" pensé, tratando de bromear para mis adentros.
Un par de sujetos estaban detenidos esperando el colectivo. Me acerqué y pedí la hora, inventé unos segundos de charla. El perseguidor se había detenido a atarse los cordones (oh, casualidad). El bondi de mis interlocutores llegó justo en ese momento y hasta sentí el impulso de abordarlo sin saber a dónde iría a parar.
Pero no lo hice.
Volteé. Me planté firme y miré en dirección al desconocido que, por ese momento, ya se ponía de pie y avanzaba, llevando las manos en los bolsillos. A unos metros, en el asfalto, cruzaban cada tanto los vehículos y, del otro lado, un kiosco abierto atendía algunos clientes en una ventanilla que daba a la vereda. En el peor de los casos, podría atravesar la calle y, con suerte...
Buenas noches, dijo el extraño al pasarme de largo. Mi corazón se había detenido y apenas si atiné a contestar.
Luego... luego se fue caminando, como si nada. Hasta que se perdió de vista.
Proseguí con el trayecto que me llevaba hasta casa. Qué tontería, hacer tanto incendio de un humo imaginario. Pero bueno, era algo que había atraído sobre mí. Nunca debería haber extraído lo que no me pertenecía. Ahora, mi conciencia dibujaba fiscales en mis compañeros de trabajo y perseguidores en inocentes transeúntes.
Al llegar a casa guardaría el dichoso documento en un cajón y, si por esas cosas del destino, alguien en algún momento llegaba a preguntar por él, lo entregaría sin más. Alguna excusa tendría para explicarme.
Si nadie venía nunca a pedirlo, pronto me olvidaría de él. De sus enigmáticos mandatos y de...
Allá, a sólo metros de mi morada, apoyado contra uno de los faroles de luz, con un rostro pálido en donde se debatían las sombras que proyectaba el foco sobre su cabeza y la lumbre de un cigarrillo que se terminaba en ese preciso instante, estaba Gabriel. Vestido completamente de negro, como si se hubiese apropiado de las ropas del extraño con el que interactuaba la noche anterior. Su rostro, por el contraste de tonalidades, de luz y de sombra, resaltaba más que nunca.
Y por algún motivo, me pareció que no era más un fantasma.
Era la muerte personificada.
Ey, saludó sonriente, mientras su pie aplastaba la colilla extinta del cigarro.
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Melodía Solitaria
General FictionUn personaje ignoto que trabaja en un ambiente que muchos describirían como un infierno, entre tareas monótonas y luces monocromáticas. Una repetición de labores mundanas e ideas que se convierten en cíclicas, baladíes, detestables. La presencia d...