Capítulo 20 - La memoria perdida en el mar

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Al día siguiente, el espectáculo empezó pronto en la madrugada. Había tal bullicio en mi reino que salí al pasillo, viendo como todo estaba ocupado por las pertenencias de la sirena blanca.

—¿Se puede saber qué hora es?

—¡Buenos días, Lía! —me saludó una eufórica Zoe, desde luego algo más despierta que yo—Son las seis de la mañana, Amanda quiere que tenga todas mis cosas allí antes de la inauguración.

—¿A qué hora es?

—A las once, ¡ve despertando, dormilona! —replicó Amanda, quien estaba pasando por detrás.

Acto seguido, cerré la puerta, me puse unos tapones y seguí durmiendo hasta las ocho. A esa hora, me vendrían a despertar las sirvientas para que fuese a desayunar y después iría a arreglarme, como típicamente se hacía.

Siempre tocaba ese odioso protocolo al menos una vez a la semana, ya que había reuniones o plenos, aunque las princesas-sirenas solíamos estar de oyentes, por lo que nuestra presencia no era de mucha ayuda.

A las diez y cuarto, mientras estaba en el vestidor, entró Amanda algo apurada pero yo ni me inmuté.

—Lía, necesito tu ayuda—manifestó mientras me abrochaba una horrenda pulsera—Pero no sé si puedo fiarme de ti.

—¿Entonces para que me pides ayuda? —contesté con indiferencia, mirándola a través del espejo.

—El caso es que necesito entregarle a tu abuelo una cosa, y necesito que sea hoy—dijo a duras penas—Mi presencia en la inauguración es obligatoria, pero la tuya no.

—¿Perdón?

—Por antigüedad, Lía. Las más expertas tenemos que dar una charla y esa inauguración puede llegar a durar tres horas porque es algo insólito, y más si es el reino blanco.

—Tal vez pueda entregarlo otra persona, o Tarles.

—Tarles está ayudando con el transporte de mercancías y las demás exreinas, reinas y princesas se dirigirán hacia el reino en nada. Ya sabes que no es santo de mi devoción que vayas a tierra, si te lo pido es por algo.

—Está bien—acepté a regañadientes, para mi sorpresa.

Había llegado a un punto en el que tenía tan asimilada la vida allí, que el volver a la superficie me producía un tremendo respeto. Y fue justo en ese momento cuando tuve sentimientos encontrados.

—Se lo das, y vuelves enseguida—declaró con tono amenazante—Es tu oportunidad de oro para demostrar tu madurez.

Yo asentí, a lo que ella me entregó dubitativa una pequeña caja que parecía contener algo de valor.

—¿Qué es?

—Un par de anillos bañados en oro adornados con minerales especiales del mar. Hoy, tu abuelo y yo cumplimos cincuenta años de casados, pero hasta mañana no nos podemos ver.

Eso me ablandó el corazón, dándome cuenta de que ella había pasado casi todo ese año sin ver a mi abuelo, aparte de que él estaría triste por la soledad que inundaba nuestra casa.

—De acuerdo.

Con cierta incertidumbre recorriendo mi cuerpo, nadé hacia la superficie, donde todo se veía más diáfano y auténtico. Después de un año, por fin salí a tierra, encontrándome con el mismo Perth antes de que sucediese la desgracia. Por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa se reflejó en mi rostro, el cual estaba siendo iluminado por los rayos de sol.

Dejé que mi cuerpo se secase en la terraza y cuando me levanté, no pude evitar caerme por mi falta de práctica, como si tuviese los pies dormidos. El estruendo hizo que Rob saliese alarmado de casa, encontrándome cual ballena varada.

Aguas Profundas (AS#2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora