Hola, soy Fígaro y estoy en cuarentena. De hecho, medio mundo lo está. Y todo por el famoso coronavirus que sale hasta en la sopa. Porque, por si no te has enterado todavía, es una pandemia global y no podemos ni debemos salir de casa.
Pero a mí lo...
Podría pensarse que tras una jornada hecho un guiñapo inservible, con una migraña de tres pares de narices, debería haber caído redondo en la cama o, cuanto menos, haber descansado decentemente. Pues siento desilusionaros, pero no. He vuelto a pasar la noche dando más vueltas en la cama que un calcetín en una lavadora. El caso es que me duermo relativamente rápido (doy gracias al duende que habita en mi buhardilla por ello), pero como me despierte un sueño o tenga que ir al servicio, ya la hemos jodido. Es entonces cuando algo hace «clic» en mi cabeza y comienza el baile de San Vito.
Igual es un trastorno del sueño sumamente común (ni siquiera sé si se tipifica como tal, la verdad), pero a mí me está empezando a tocar los ovarios. Y eso sin tener, conque figúrate... Como siga así otra noche más, voy a tener que recurrir a la valeriana. Cosa que no hace especial gracia por si me produce el efecto contrario cuando deje de tomarla.
Como sea, por celebrar algo positivo, al menos se me ha quitado la migraña. Claro que con las pastillas que me metí entre pecho y espalda, si no se me llega a pasar es como para retomar la nada despreciable alternativa del tiro en la boca. Que me ha sucedido, no os penséis (lo de que me dure el dolor varios días, obviamente; digamos que lo de encañonarme a mí mismo aún no se ha dado). Hace unos años estuve una semana entera con cefalea, y bien intensa además. Me quería puto morir, os lo prometo. ¿Lo mejor? Que me pilló visitando a mis tíos y mi abuela. Durísimo episodio de mi vida aquel. Apenas conservo recuerdos lúcidos de ese viaje en los que no me esté empastillando.
Total, que aunque no me he levantado más fresco que una lechuga (más bien parecía una pasa pocha), yo qué sé, por lo menos he podido parpadear sin que me lloraran los ojos. Así que he decidido entregarme a mi faceta culinaria y he acabado haciendo bollos de pan. Quince, para ser exactos. ¿Por qué? Bueno, el principal motivo es porque el pan que le estábamos comprando al chismoso del súper parecía hormigón, y me caía en el estómago como tal. Pero también porque no sé estar sin inventar algo. Cuando no es una cosa, es otra; el caso es no estarme quieto. No puedo decir si están buenos hasta que no los pruebe, que el pan debe reposar de un día al siguiente para que la miga se asiente y el sabor se intensifique. Eso y que he utilizado un método de no amasado y fermentación lenta, y he terminado de hornear la última tanda a las ocho de la noche. Mañana os diré. Por lo pronto os dejo una foto para poneros los dientes largos.
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Poco más he hecho hoy, aparte de ejercicio para desentumecerme, entre plegado y plegado de la masa, y ahora escribir la entrada de rigor. No, espera, sí que hay algo más... ¡como que teníamos plaga de gasterópodos en el jardín! ¡Otra vez! Y no podían ser más variados, la madre viscosa que los parió (técnicamente nacen de huevos, pero ya me entendéis). Había babosas, caracolas y hasta un caracol, de todos los tamaños habidos y por haber. Me tienen el pobre pak choi destrozaito, ¿eh? Mira que no quiero recurrir a la sal, pero me están cabreando, hombre ya. Que quiero probarlo, una mísera hoja aunque sea. Por suerte hay muchos rábanos que ya han madurado y nos los estamos comiendo. Qué desastre de cosecha...
En fin, la vida silvestre, que es muy dura. Pero más dura es la verdura.
*Sonrisa forzada. Se escucha un facepalm*
Esto... No quisiera despedirme sin antes pedir disculpas por no mantener el ritmo habitual de insultos y descalificativos, así como privaros de mi sofisticado arte para escupir culebras de mis vecinos. Que, pobres culebras, ¿no? Cuánto menosprecio hacia los ofidios, con lo suaves que son...
Espero que no se me ocurra nada para mañana, porque un día tiene un pase, pero dos ya es todo un despropósito por mi parte. Completamente imperdonable.