Capítulo 13

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Adrian se apresuró a esconder la prenda.

-¿Es es lo que creo que estoy pensando? -preguntó Fred apuntando a lo que su hermano intentaba esconder.

-Estás equivocado.

-No soy tan inexperto como para no reconocer una prenda femenina cuando la veo. Ahora, me pregunto ¿qué haces tú con eso? ¿Te la dio alguna mujerzuela?

-No. Ya sabes que no me involucro con rameras.

-Pero sí con mujeres de cascos ligeros.

-Es de Blossom.

-¡¿Cómo?!

-Se le quedó cuando salió huyendo.

—¿Qué le hiciste?

-Más bien fue lo que no le hice.

-No entiendo.

-Me detuve en el preciso momento.

-Bien hecho, hermano.

-Ella pensó que la desprecié. Montó su yegua y se marchó.

-No me digas que ella quería...

-Sí.

Fred se rascó la cabeza, confundido.

-¿Qué no te habías marchado?

-Cambié de idea. Necesitas alguien que te ponga el freno.

-Fred... Creo que me estoy enamorando.

Fred se sentó en la cama.

-Si hubiera sido otra no la habrías respetado.

-Exacto.

-¿Te das cuenta, Ada? ¡Me rechazó! ¡Lo odio tanto!

-¿Es la forma en la que querías perder la virginidad?

-¡Perder la virginidad! ¡Perder la virginidad! Solo quería dejarme llevar. No quería pensar en si era adecuado o no. Yo lo deseaba, y pensé que él también.

-¡Lo siento tanto, prima!

Ada se levantó de la silla y abrazó a su prima.

Blossom había corrido a casa de su prima después del baño. Ella era el único refugio que tenía cuando se sentía triste. Ada era la única que la comprendía en el mundo. No le importaba no tener hermanas o amigas a quienes confiarse, pues con su prima era suficiente. Sabía que su prima la amaba y siempre haría cualquier cosa que necesitase por ella, y Blossom estaba dispuesta a dar la vida por Ada si ella estuviera en algún aprieto.

Las lágrimas de Blossom corrieron amargas por sus mejillas. Esta vez no detuvo los sollozos. No sentía vergüenza de que Ada la viera quebrarse, porque entre ambas no existían secretos ni pena.

-Yo lo entiendo -aclaró entre gimoteos-. No puede interesarse en una mujer sin gracia como yo.

-¡No digas eso! -replicó Ada, furiosa-. Eres bella, solo que tú no lo ves. Siempre has estado desconforme por no tener más curvas, o el rostro menos anguloso. Pero jamás te has fijado en que todo el conjunto es armonioso.

-Parezco un chico.

-No. Solamente eres esbelta. ¿Me has oído quejarme porque mido cinco centímetros que tú?

-Tú eres pequeña, pero tienes hermosas curvas. No necesitas rellenar el busto.

-No, pero ¿has visto a mamá? Yo heredé todo eso de ella, y cuando sea mayor me veré gorda por ser como soy. Sin embargo, no me quejo. El que me ame se enamorará de mí por como soy y no por lo que parezco.

-¿Crees que soy una tonta, y que su reacción se debió a otra cosa?

-Creo que es un hombre decente.

-¡No quiero que se comporte como un hombre decente conmigo!

-Podrías seducirlo, mas, debes afrontar cualquier hecho que pueda resultar de eso.

-¿A qué te refieres?

-Un hijo, por ejemplo.

-¡Un hijo! No había pensado en eso.

-¿Te importaría tener un hijo con un lacayo?

-¡Por Dios, no! Yo soy la hija de un minero.

-Nuestros padres no son mineros, Bloss.

-Sí, está bien. Pero no tienen títulos. Son gente común y corriente que tuvieron suerte en la vida.

-Tienes razón.

Mientras conducía la calesa hacia su casa, Blossom no dejaba de pensar en cómo podría seducir a su prometido, y decidió que no solo tenía que pensar como una mujer moderna, sino que su apariencia tenía que demostrar que lo era: tendría que verse como una mujer y no como una niña. Una mujer que él no tuviera el valor de rechazar. Una mujer que él deseara llevarse a la cama en cuanto la tuviera en frente.

-¡Mamá, necesito vestidos nuevos! ¡Necesito de todo nuevo!

Blossom entró casi corriendo al salón de verano, pues sabía que a esa hora sus padres estarían tomando el té de la tarde. Era un lugar muy agradable con ventanales grandes y unas pequeñas estatuas griegas.

-No puedo creerlo. Blossom pidiendo vestidos. ¿Deseas que vayamos a Paris?

-No es necesario. Me conformo con ir a Londres.

-¿Es para tu ajuar de boda?

-Aún no hemos puesto la fecha, mamá... No, solo quiero cambiar mi guardarropa. Necesito prendas más modernas, más aptas para una mujer que se va a casar.

-Comprendo. ¿Y cuándo deseas ir?

-¡Ahora! ¡No, mañana!

Henry había estado escuchando la conversación en silencio, y preguntándose cuánto le saldría esta salida de compras de sus dos mujeres, pero después de meditarlo llegó a la conclusión que valía la pena.

-No escatimen en gastos. La esposa de un conde debe estar a la altura y no parecer una pueblerina.

-¡Papá!

-Tu padre tiene razón, hija. Tus vestidos están bien para Falmouth, pero no para Londres, y estoy segura que el viaja seguido para allá.

-Tienes razón, mamá.

-¿Vendrá esta tarde? -preguntó Henry-. No le he preguntado si juega ajedrez.

-No quedamos en nada, papá, creo que tenía que atender unos asuntos de la isla.

-Me gustaría conocer su casa. Su castillo, mejor dicho.

-Ya llegará la oportunidad, papá -aseguró ella, sintiendo cómo las llamas del infierno lamían su cuerpo por ser tan mentirosa.

La mañana siguiente el carruaje de los Moore, con la gran M dorada en las puertas, partió rumbo a Londres. A última hora, Henry había decidido acompañarlas, proponiendo que se quedaran toda la semana en la casa que tenían allá. Entonces se había adicionado Harris y una mucama, para que los atendieran mientras estaban allá.

Ada también había sido invitada, y como el hermano de Henry sabía que las jóvenes eran inseparables, había otorgado gustoso el permiso, con una buena cantidad de dinero para que su hija también comprase lo que quisiese.

-Fred, debo ir a Londres. Ya no tengo dinero.

-¿No se supone que la señorita Moore te está pagando?

-Le dije que tenía ahorros, y que me pague al terminar. Pero no me queda, a pesar de que he gastado lo mínimo.

-Iré contigo.

-¿Piensas convertirte en mi sombra?

-Sí.

La hija del mineroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora