Capítulo 28

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Adrian salió de la mansión Moore entre miradas de reproche, mezcladas con morbosa curiosidad. Dedos invisibles lo apuntaban, y aunque eran pocos, serían los suficientes como para que se corriera la voz por todo Londres, e incluso llegara hasta Manchester. Esta noche significaría su ruina. Nada impediría que pronto toda la sociedad se enteraran de que era un impostor.

***

Cuando Fred vio pasar a su hermano, lo llamó pero él no escuchó, y si lo hizo prefirió seguir de largo.

-Ve con él -le rogó Ada-, te va a necesitar.

-No quiero dejarte, estoy muy a gusto contigo, Ada... Y si después de esto, no me permiten verte otra vez...

-No ocurrirá, no lo permitiré... Fred, yo también... -No pudo continuar, el pudor le impidió decir lo que que ansiaba, pero haciendo acopio de valor declaró su verdad-: Fred, tú me gustas demasiado.

Dicho esto se empinó para besar la mejilla del joven. Luego, recogió sus faldas y escapó.

Fred se tocó el lugar donde Ada había depositado el beso. Enseguida salió a la noche para ir detrás de su hermano.

***

Blossom se paseaba en su habitación como animal enjaulado. No podía aceptar que la separaran de Adrian, pero tampoco podía perder a sus padres. Tenía que buscar la forma para ir en su busca sin que ellos se opusieran. Tenía que convencerlos de que era un buen hombre, que no era su culpa. Ahora ansiaba estar junto a él para contenerlo, pero tendría que hacer de tripas corazón y aguantarse los desesos de escapar y correr junto a él, el hombre que amaba, y sin el cual ya no podría vivir nunca más.

***

Fred encontró a su hermano en la posada de Falmouth. Había ido todo el camino rogando por encontrarlo allí. No se quitaba de la cabeza el temor de que pudiera hacer algo malo: atentar contra su vida, embarcarse en el primer barco que encontrara, o quién sabe qué tontería. Por eso se alegró de encontrarlo sentado en una mesa con una botella de escocés delante suyo.

-¡Menos mal que te encuentro!

-¿Creíste que me fui a lanzar del acantilado? Quizás debí hacerlo. Mi vida no vale nada de ahora en adelante.

-Tú querías jugar.

-No me lo recuerdes. ¿Por qué no me golpeaste, o me amarraste para que no hiciera locuras?

-Estabas muy decidido.

-Y no valió la pena, ella se quedó allá.

-¿Te importa?

-¡Claro que me importa, maldición! Pensé que vendría conmigo, ¡Es mi esposa, mi mujer!

-¡La amas! -repuso Fred con una sonrisa.

-¡No! No sé. De lo único que estoy seguro es de que ella es mía, ¡mía!

-¿Qué harás ahora?

-Irme a la Isla de Wight. Tú ve a Manchester para que vigiles las cosas por allá. Yo, mientras tanto pensaré qué hacer con ese montón de piedras.

-Brindemos por eso, hermano.

-Brindemos.

***

Habían pasado tres meses desde la noche en que Adrian se marchara sin volver la vista atrás, y Blossom se sentía cada vez peor, tanto así que comenzó a sentir dolores de cabeza constantes, náuseas matutinas y a caerle mal casi todo lo que comía. Todo esto la estaba llevando a una delgadez extrema y su rostro lucía cada día más pálido, donde el único color que destacaba era el de sus enormes ojeras.

A pedido de Abbie, vino a verla el doctor Clancy. Si bien ella tenía sus sospechas, las tomó como infundadas, pues su hija no había tenido tiempo de hacer nada después de la boda. Entonces, temía lo peor: una grave enfermedad debía estar aquejando a su hija.

Hecha un manojo de nervios, la madre esperó las malas noticias. Por suerte Henry había ido a Londres, así tendría tiempo para pensar en cómo darle la fatídica noticia de la pronta partida de Blossom. ¡Era una niña tan joven...!

***

Cuando el doctor Clancy salió de la habitación de Blossom, Abbie prácticamente se le fue encima. Con el rostro anegado en lágrimas de dolor se agarró de las solapas de la chaqueta del galeno para exigirle una respuesta.

-¡¿Cuánto tiempo le queda a mi hija, doctor?! ¡No me lo oculte por favor! -le preguntó en susurros a pesa de encontrarse fuera de sí.

Con amabilidad, el doctor Clancy desprendió las manos de ella de su chaqueta.

-¿Podemos charlar en otra parte?

-¡Oh, sí, vamos a la biblioteca!

Bajaron en silencio los treinta peldaños que separaban las habitaciones de la planta baja, y Abbie se dio prisa por conducir al doctor a la biblioteca, porque ya no daba más de la angustia que la espera le estaba produciendo.

-¿Me puede decir ahora? -preguntó ella, tomando asiento antes que él.

-Su hija no tiene ninguna enfermedad mortal.

-Imposible, está cada día peor.

-Lo que ella tiene son dos cosas. Primero, su corazón está aquejado por una profunda tristeza, y por eso lo segundo le ha sentado tan mal.

-¿Y qué es lo segundo? ¡Diga, por favor!

-Su hija está embarazada. Está entrando al cuarto mes.

Abbie saltó del sofá como si un resorte de este se hubiera roto.

-¡Imposible, ellos no tuvieron tiempo...! ¡Oh, no!

-Ella me dijo que está casada y que le impiden estar con su esposo.

-Esos son asuntos de familia, doctor.

-Como quiera, señora Moore. Ahora me retiro y mañana enviaré algunas medicinas para los vómitos y vitaminas, y también indicaciones para una dieta saludable. Si no se cuida, puede perder a ese bebé.

-Gracias, doctor. Mi esposo arreglará con usted.

-Sí, no se preocupe.

***

Después de que el doctor Clancy se marchó, Abbie fue hasta la mesita de los licores y escanció una buena cantidad de escocés en un vaso de cristal. Necesitaba un trago antes de enfrentarse a su hija. Las intenciones de Henry de divorciarla de Adrian se venían al suelo con esta nueva noticia. Ahora no podrían permitir que ella trajera al mundo a un bastardo, cuando en realidad contaba con un padre con todas las de la ley. Y, aunque a él no le gustara su yerno tendría que aceptarlo. Al final la principal culpable era su hija. Por ahora no hablaría con ella, sin embargo, ya había tomado su decisión.

Abbie fue hasta la chimenea y tiró del cordón que colgaba a un lado de esta. A los pocos minutos, el señor Harris entró por la puerta sin llamar.

-Señor Harris.

-¿Señora?

-Consiga la dirección de los hermanos Baker, en Manchester.

La hija del mineroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora