Capitulo 3

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Mientras subía las escaleras delante de mí, la mujer me aconsejó que ocultase la bujía y procurase no hacer ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del aposento donde ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese allí. Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y que había visto tantas cosas raras, que no sentía deseo alguno de curiosear más.

Por mi parte, la estupefacción no me dejaba lugar a averiguaciones. Cerré, pues, la puerta, y busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja de roble, con aperturas laterales. Me aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada para cada miembro de la familia. El tálamo formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado, servía de mesa.

Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de cualquier otro de los habitantes de la casa.

Puse la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían a un nombre:

«Catalina Earnshaw», repetido una y otra vez en letras de toda clase de


tamaños. Pero el apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina Heathcliff» o «Catalina Linton».

Estaba fatigado. Apoyé la cabeza contra la ventana, y empecé a murmurar:

«Catalina Earnshaw, Heathcliff, Linton...». Los ojos se me cerraron, y antes que transcurrieran cinco minutos, creí ver alzarse en la oscuridad una multitud de letras blancas, como lívidos espectros. El ámbito parecía lleno de

«Catalinas». Me incorporé, esperando alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el pabilo de la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a chamuscarse, saturando el ambiente de un fuerte olor a pergamino quemado. Remedié el mal, y me senté. Sentía frío y un ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que hedía a apolillado, y sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de veinticinco años atrás. Cerré aquel volumen, y cogí otro, y luego varios más. La biblioteca de Catalina era escogida, y lo estropeados que estaban los tomos demostraban que habían sido muy usados, aunque no siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes de cada página estaban cubiertos de comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer, retazos de un diario garrapateado por una inexperta mano infantil. Encabezando una página en blanco, descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su escritura.

«¡Qué ingrato domingo! —decía uno de los párrafos. —¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí...! Hindley le sustituye muy mal, y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a tener que rebelarnos, esta tarde comenzaremos.

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