El martes siguiente, Earnshaw estaba aún imposibilitado de trabajar. Me hice cargo enseguida de que en lo sucesivo no me sería fácil retener a la señorita a mi lado como hasta entonces. Ella bajó antes que yo y salió al jardín, donde había visitado a su primo. Al ir a llamarlos para desayunar, vi que le había persuadido a arrancar varias matas de grosellas, y que estaban trabajando en plantar en el espacio resultante varias semillas de flores traídas de la Granja. Quedé espantada de la devastación que en menos de media hora habían operado. A Cati se le había ocurrido plantar flores precisamente en el sitio que ocupaban los groselleros negros, a los que José quería más que a las niñas de sus ojos.
— ¡Oh! —exclamé. —En cuanto José vea esto se lo dirá al señor. ¡Y no sé cómo va usted a disculparse! Vamos a tener una buena rociada, se lo aseguro. No creía que tuviera usted tan poco caletre, señor Hareton, como para hacer ese desastre porque la señorita se lo haya dicho.
—Me había olvidado que eran de José —repuso Earnshaw desconcertado.
—Le diré que fue cosa mía.
Comíamos siempre con el señor Heathcliff, y yo ocupaba el lugar del ama de casa, repartiendo la comida y preparando el té. Cati acostumbraba a sentarse a mi lado, pero aquel día se sentó junto a Hareton. No era más discreta en sus demostraciones de afecto que antes lo fuera en las de enemistad.
—Procure no mirar ni hablar mucho a su primo —le aconsejé al entrar.
—Es seguro que ello ofendería al señor Heathcliff y le indignaría contra los dos.
—Haré lo que me dices —repuso.
Pero al cabo de un momento empezó a darle con el codo y a echarle florcitas en el plato de la sopa.
Él no osaba hablarle ni casi mirarla, pero ella le provocaba hasta el punto de que el muchacho estuvo dos veces a punto de soltar la risa. Yo fruncí el entrecejo. Ella miró al amo, que al parecer estaba absorto en sus propios pensamientos, como de costumbre. Se puso seria, pero al cabo de un momento empezó otra vez a hacer niñerías, y esta vez Hareton no pudo contener una ahogada carcajada. El señor Heathcliff dio un respingo y nos miró. Cati le miró a su vez con el aire rencoroso y provocativo que él odiaba tanto.
—Felicítate de que estás lejos de mi alcance —dijo él. — ¿Qué demonio te aconseja mirarme con esos infernales ojos? Bájalos y procura no recordarme que existes. Creí que te había quitado ya las ganas de reírte.
—He sido yo —murmuró Hareton.
— ¿Qué? —preguntó el amo.
Hareton bajó los ojos y guardó silencio. Heathcliff, después de contemplarle un instante, volvió a quedar taciturno y se sumió en su comida y en sus meditaciones. Ter—minábamos ya y los jóvenes se habían levantado discretamente, lo que disipó mi temor a nuevas complicaciones, cuando José se presentó en la puerta. Le temblaban los labios y le fulguraban los ojos. Comprendí que había descubierto el atentado cometido contra sus preciados arbustos. Empezó a hablar moviendo las mandíbulas como una vaca al rumiar, lo que hacía difícil de entender sus palabras:
—Quiero cobrar mi sueldo e irme. Había soñado morir en la casa en que he servido sesenta años, y me proponía, para estar tranquilo, subir todas mis cosas al desván y cederles la cocina a ellos. Mucho me costaba abandonarles mi puesto a la lumbre, pero lo podía soportar. Mas ahora también me arrebatan el jardín, y eso, amo, es superior a mis fuerzas. Hinque usted la cabeza bajo el yugo si le parece bien, pero yo no tengo esa costumbre, y un viejo no se habitúa con facilidad a nuevas cargas. Prefiero ganarme el pan picando piedra en los caminos.
— ¡Silencio, idiota! —interrumpió Heathcliff. — ¿Qué te ha hecho? Yo no quiero saber nada de tus peleas con Elena. Por mí, que te tire a la carbonera, si se le antoja.
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Cumbres Borrascosas
RomanceUna de las novelas inglesas más relevantes del siglo XIX, narra la épica historia de Catherine y Heathcliff. Situada en los sombríos y desolados páramos de Yorkshire, constituye una asombrosa visión metafísica del destino, la obsesión, la pasión y l...