Capitulo 29

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La tarde después del entierro, la señorita y yo nos sentamos en la biblioteca, meditando y hablando del sombrío porvenir que se nos presentaba.

Pensábamos que lo mejor sería conseguir que Catalina fuese autorizada a seguir habitando la Granja de los Tordos, al menos mientras viviera Linton. Yo sería su ama de llaves, y ello nos parecía tan relativamente bueno, que dudábamos de conseguirlo. No obstante, yo tenía esperanzas. De pronto, un criado —ya que, aunque estaban despedidos, éste no se había marchado aún— vino a advertirnos de que «aquel diablo de Heathcliff» había entrado en el patio y quería saber si le daba con la puerta en las narices.

No estábamos tan locas como para mandar que lo hiciese, ni él nos dio tiempo a nada. Entró sin llamar ni pedir permiso; era el amo ya y usaba de sus derechos. Llegó a la biblioteca, mandó salir al criado y cerró la puerta.

Estaba en la misma habitación donde dieciocho años atrás entrara como visitante. A través de la ventana brillaba la misma luna y se divisaba el mismo paisaje otoñal. No habíamos encendido la luz, pero había bastante claridad en la cámara y se distinguían bien los retratos de la señora Linton y de su esposo. Heathcliff se acercó a la chimenea. Desde aquella época no había cambiado mucho. El mismo semblante, algo más pálido y más sereno tal vez, y el cuerpo un tanto más pesado. No había más diferencia que ésta.

— ¡Basta! —dijo sujetando a Catalina, que se había levantado y se disponía a escaparse. — ¿Adónde vas? He venido para llevarte a casa. Espero que procedas como una hija sumisa y que no induzcas a mi hijo a desobedecerme. No supe de qué modo castigarle cuando descubrí lo que había hecho. ¡Cómo es un alfeñique! Pero ya notarás en su aspecto que ha recibido su merecido. Mandé que le bajasen, le hice sentarse en una silla, ordené que saliesen José y Hareton, y durante dos horas estuvimos los dos solos en el cuarto. A las dos horas ordené a José que volviese a llevárselo, y desde entonces cada vez que ve mi presencia le asusta más que la de un fantasma. Según Hareton, se despierta por la noche chillando o implorándote que le defiendas. De modo, que quieras o no, tienes que venir a ver a tu marido. Te lo cedo para ti sola, preocúpate tú de él.

—Podía usted dejar que Cati viviera aquí con Linton —intercedí yo. —Ya que los detesta usted, no les echará de menos. No harán más que atormentarle con su presencia.

—Pienso alquilar la Granja —respondió—, y además deseo que mis hijos estén a mi lado, y que esta muchacha trabaje para ganarse su pan. No voy a sostenerla como una holgazana, ahora que Linton ha muerto. Vamos, date prisa y no me obligues a apelar a la fuerza.

—Iré —dijo Cati. —Aunque usted ha hecho todo lo posible para que nos aborrezcamos el uno al otro, Linton es el único cariño que me queda en el mundo y le desafío a usted a que le haga padecer cuando yo esté presente.

—Aunque te erijas en su defensor —respondió Heathcliff—, no te quiero tan bien que vaya a quitarte el tormento de atenderle mientras viva. No soy yo quien te hará aborrecerle. Su dulce carácter se encargará de ello. Como consecuencia de tu fuga y de las consecuencias que tuvo para él, le vas a hallar tan agrio como el vinagre. Ya le oí explicar a Zillah lo que haría si fuese tan fuerte como yo: el cuadro era admirable. Mala inclinación no le falta, y su misma debilidad le hará encontrar algún medio con que sustituir la fuerza de que carece.

—Al fin y al cabo es su hijo —dijo Cati. —Sería milagroso que no tuviera mal carácter. Gracias que el mío es mejor y me permitirá perdonarle. Sé que me ama, y por eso le amo yo también. En cambio, señor Heathcliff, a usted no le ama nadie, y por muy desgraciados que nos haga ser, nos desquitaremos pensando que su crueldad procede de su desgracia. ¿Verdad que es usted desgraciado? Está usted tan solitario como el demonio y es tan envidioso como él. Nadie le ama y nadie le llorará cuando muera. ¡Le compadezco a usted!

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