Capitulo 21

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Pasamos el día ocupados en consolar a la pequeña Cati. Se levantó muy temprano, impaciente por ver a su primo, y tanto lloró y se lamentó al saber que se había marchado, que Eduardo tuvo que consolarla, prometiéndole que el niño volvería en breve, si bien añadió: «Si lo consigo» Algo la calmó con esta promesa, y, sin embargo, tanto puede el tiempo, que cuando volvió a ver a Linton le había olvidado, hasta el punto de no reconocerle.

Siempre que yo encontraba a la criada de Cumbres Borrascosas le preguntaba por el niño, y ella me solía contestar que vivía casi tan encerrado como Cati, y que rara vez se le veía. Su salud seguía siendo delicada, y resultaba un huésped bastante molesto. El señor Heathcliff le quería cada vez menos, a pesar de que trataba de disimularlo. Le molestaba su voz y no podía aguantar largo tiempo su presencia. Hablaba poco con él. Linton estudiaba y pasaba las tardes en una salita, cuando no se quedaba en cama, ya que era muy frecuente que sufriese catarros, accesos de tos y todo género de dolencias.

—No he visto otro ser más melindroso ni más apocado —decía la criada.

—Si dejo la ventana un poco abierta por la tarde, se pone fuera de sí, como si fuese a entrar la muerte por ella. En pleno verano necesita estar junto al fuego, le incomoda el humo de la pipa de José y hay que tenerle siempre preparados bombones y golosinas, y leche y más leche. Se pasa el tiempo al lado de la lumbre, envuelto en un abrigo de pieles, teniendo al alcance de su mano tostadas y algo que beber. Y si alguna vez Hareton, que no es malo, a pesar de su tosquedad, va a distraerle, siempre salen uno renegando y otro llorando. Se me figura que al amo le agradaría que Earnshaw moliese al niño a palos, si no se tratara de su hijo, y creo que sería capaz de echarle de casa si supiera lo mucho que el chico se cuida. Pero el señor no entra nunca en la salita, y si Linton empieza a hacer tonterías de esas en el salón, le manda enseguida irse a su cuarto. Estas explicaciones me hicieron comprender que el joven en medio de un ambiente donde no encontraba simpatía alguna, se había hecho egoísta e ingrato, si es que no lo era ya de nacimiento, y cesé de interesarme por él, por más que no dejara de lamentar que no le hubieran permitido estar con nosotros. Pero el señor Linton me estimulaba a que me informase de él, y creo que le hubiera agradado verle, porque una vez incluso me mandó preguntar a la criada si el muchacho no solía ir al pueblo.

Ella me contestó que había ido con su padre a caballo dos o tres veces, y que siempre había vuelto rendido para varios días. La criada a que me refiero se marchó dos años después de llegar el niño.

En la Granja el tiempo transcurría plácidamente. Llegó el momento en que la señorita Cati cumplió los dieciséis años. No celebrábamos nunca el día de su cumpleaños, porque era también el aniversario de la muerte de su madre. Su padre pasaba aquellos días en la biblioteca, y al oscurecer se iba al cementerio de Gimmerton, donde se quedaba a veces hasta medianoche. Catalina tenía que divertirse sola. Aquel año, el veinte de marzo hizo un tiempo excelente, y después de que su padre hubo salido, la señora bajó vestida y me dijo que había pedido permiso al señor para que paseáramos juntas por el borde de los pantanos, con tal que no tardáramos en volver más de una hora.

— ¡Anda, Elena! —me dijo entusiasmada. —Quiero ir allí, ¿ves? Por donde suelen ir las cercetas. Quiero ver si tienen nidos.

—Eso debe de estar lejos —respondí—, porque no suelen anidar junto a los pantanos.

—No, no está lejos —me aseguró. —He ido con papá hasta las cercanías.

Me puse el sombrero y salimos. Cati corría ante mí, yendo y viniendo como un perrillo juguetón. Al principio lo pasé bien. Cantaban las alondras, y mi niña mimada estaba encantadora, con sus dorados bucles colgando hada atrás, y sus mejillas, tan puras y encendidas como una rosa silvestre. Era un ángel entonces. Verdaderamente, era imposible no desear proporcionarle todas las alegrías que se pudiese.

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