A los pocos días, el señor Heathcliff comenzó a prescindir de comer con nosotros, aunque no llegó a excluir del todo a Hareton y a Cati de su compañía. Optaba generalmente por ausentarse él y, al parecer, le bastaba con comer una vez cada veinticuatro horas.
Una noche, cuando toda la familia estaba acostada, le sentí bajar la escalera y salir. A la mañana siguiente no había regresado aún. Estábamos en abril. El tiempo era tibio y hermoso. La lluvia y el sol habían dado verdor a la hierba, y los manzanos que hay junto a la tapia del lado del sur estaban en flor. Cati, después de desayunarse, se empeñó en que yo cogiese una silla y fuese a hacer labor bajo los abetos. Después persuadió a Hareton, que ya estaba curado, para que cavase y arreglase un poco las flores, que al fin habían trasladado a aquel sitio para calmar a José. Yo miraba plácidamente el cielo azul y aspiraba el aroma del aire primaveral. De pronto, la señorita, que había ido hasta la entrada del parque a recoger raíces de primorosa para su plantación, volvió diciendo que había visto llegar al señor Heathcliff.
—Y, además, me ha hablado —agregó, asombrada.
— ¿Qué te ha dicho? —preguntó Hareton.
—Que me fuera corriendo. Pero me lo dijo de un modo tan raro y tenía un aspecto tan poco corriente, que no pude por menos de pararme un momento para mirarle.
—Pues ¿qué le pasaba?
—Estaba muy excitado, alegre, hasta casi risueño... ¡Bueno, esto muy poco!
—Sin duda le sientan bien los paseos nocturnos —dije yo, tan extrañada como ella. — Y como ver al amo alegre no era un espectáculo ordinario, me las imaginé para buscar un pretexto y entrar. Heathcliff estaba ante la puerta, en pie, pálido y temblando. Pero sus ojos irradiaban un extraño placer que cambiaba completamente su semblante.
— ¿Le sirvo el desayuno? —pregunté. —Después de andar por ahí fuera toda la noche, debe usted de estar hambriento.
Me hubiese agradado preguntarle adónde había ido, pero no me atrevía a hacerlo directamente.
—No tengo hambre —contestó, volviendo la cabeza. Hablaba con displicencia, como si adivinase que yo deseaba conocer el motivo de su buen humor. Yo pensé que tal vez aquel momento fuera oportuno para hacerle algunas reflexiones.
—No creo que haga usted bien en salir —le amonesté— a la hora de estar en la cama, sobre todo ahora que el aire es muy húmedo. Va a coger usted un enfriamiento o unas fiebres. ¡A lo mejor lo ha cogido ya!
—Puedo soportar lo que sea —me contestó—, y me alegrará mucho si así consigo estar solo. Anda, entra y no me fastidies.
Pasé y pude apreciar entonces que respiraba muy dificultosamente.
«Sí —pensé— se ha puesto enfermo. ¡Cualquiera sabe lo que habrá estado haciendo!» Al mediodía comió con nosotros. Le di un plato rebosante y pareció dispuesto a hacerle los honores después de su largo ayuno.
—No tengo catarro ni fiebre, Elena —dijo, refiriéndose a mis palabras de por la mañana—, y verás qué bien como.
Cogió el tenedor y el cuchillo, y cuando iba a probar el plato cambió de actitud, como si hubiera perdido el apetito súbitamente. Soltó los cubiertos, miró por la ventana ansiosamente y se fue. Mientras comíamos estuvo dando vueltas por el jardín. Hareton propuso irse a preguntarle por qué se había marchado, temeroso de que le hubiésemos disgustado con alguna cosa.
— ¿Viene? —preguntó Cati a su primo, cuando éste regresaba.
—No —repuso Hareton—, pero no está enfadado. Al contrario, está muy contento. Se incomodó porque le llamé dos veces y me mandó que me volviese contigo. Parecía muy sorprendido de que a mí no me bastase con tu compañía.
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Cumbres Borrascosas
Любовные романыUna de las novelas inglesas más relevantes del siglo XIX, narra la épica historia de Catherine y Heathcliff. Situada en los sombríos y desolados páramos de Yorkshire, constituye una asombrosa visión metafísica del destino, la obsesión, la pasión y l...