Capitulo 12

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Mientras la señorita Isabel vagaba por el parque y por el jardín y su hermano continuaba encerrado en la biblioteca, probablemente esperando que Catalina se arrepintiese y pidiese perdón, ella seguía obstinada en prolongar su ayuno. Seguramente creía que Eduardo estaba medio muerto de nostalgia y que sólo el orgullo le impedía arrojarse a sus pies. Por mi parte, yo me limitaba a atender a mis obligaciones, bien persuadida de que el único espíritu razonable que había entre los muros de la Granja se alojaba en mi cuerpo. No empleé, pues, palabras de compasión con la señora ni traté de consolar al señor, que se sentía ansioso de oír pronunciar el nombre de su esposa, ya que no pudiese oír su voz.

Resolví dejar que se las compusieran como pudiesen, y mi decisión surtió efectos, como yo había pensado desde el primer momento.

Al tercer día, la señora se asomó a la puerta de su habitación y pidió que le renovase el agua, que se le había agotado, y que le llevase un tazón de sopa de leche, porque se sentía morir. Supuse que esta exclamación iba dirigida a los oídos de su esposo. Pero como no creía en ella me guardé bien de transmitirla, y me limité a llevar a Catalina té y unos bizcochos. Comió y bebió ávidamente, y luego se recostó sobre la almohada, apretó los puños y comenzó a gemir.

—Quisiera morirme —decía. No le importo nada a nadie. No debía haber tomado eso —y agregó—: No; no quiero morir. Él no me ama y me olvidaría.

—¿Desea algo, la señora? —pregunté, sin hacer caso de sus exageraciones.

—¿Qué hace mi flemático marido? —repuso ella, apartándose del rostro, que se le había demacrado mucho en aquellos días, sus enmarañados cabellos.

—¿Se ha muerto, o está aletargado?

—Ni lo uno ni lo otro, señora. Está bien, aunque al parecer algo ocupado, ya que se pasa el día entre los libros desde que no tiene otra compañía.

Si yo hubiese sabido el estado en que Catalina se encontraba realmente, no le hubiese hablado en aquella forma; pero creí que fingía su estado anormal.

—¡De modo que entre sus libros —gritó—, mientras yo estoy al borde del sepulcro! Pero, ¡Dios mío!, ¿no sabe lo mal que me encuentro? —y, mirándose a un espejo, añadió— ¿Es ésta Catalina Linton? Quizá él crea que se trata de algún disgusto sin importancia. Debes decirle que es algo muy grave. Mira: si no es tarde para todo, una vez que yo sepa cuáles son sus sentimientos hacia mí, he de adoptar una de estas dos soluciones: o dejarme morir, o procurar restablecerme y marcharme. ¿Me has dicho la verdad? ¿Es cierto que no se preocupa de mí?

—¿Cómo va a figurarse el señor que esté usted tan loca como para dejarse morir de hambre?

—¿Crees que no? ¡Persuádele, convéncele de que estoy dispuesta a hacerlo!

—Se olvida usted, señora, de que hoy mismo ha tomado ya algún alimento...

—¡Me mataría ahora mismo —me contestó— si estuviese segura de que con ello le mataba a él también! Llevo tres noches sin poder cerrar los párpados. ¡Cuánto he sufrido! Empiezo a imaginarme que tú no me quieres tampoco. ¡Y yo que me figuraba que, aunque todos se odiasen unos a otros, no podían dejar de amarme a mí! Ahora, en poco tiempo, todos se han convertido en enemigos míos. ¡Es horrible morir rodeada de esos rostros impasibles! Isabel no se atreve a entrar en la habitación por miedo a contemplar el espectáculo de Catalina muerta. ¡Ya me parece distinguir a Eduardo, en pie a su lado, dando gracias al Cielo porque la paz se ha restablecido en su casa, y volviendo a los librotes! ¡Parece mentira que se ocupe de sus libros mientras yo estoy muriéndome!

El pensamiento de que su marido permanecía filosóficamente resignado, como yo le había dicho, le resultaba inaguantable.

A fuerza de dar vueltas a esta idea en su cerebro se puso frenética, y en su desvarío rasgó el almohadón con los dientes. Luego se irguió toda encendida y me mandó que abriese la ventana. Le opuse objeciones, porque estábamos en pleno invierno y el viento nordeste soplaba entonces con mucha fuerza.

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