Capitulo 30

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Una vez fui a las Cumbres, pero no pude verla más desde que se marchó. José no me dejó pasar. Me dijo que la señora estaba bien y que el amo se hallaba fuera. Gracias a Zillah, que me ha contado algo, puedo saber si viven o no. Zillah considera a Cati muy orgullosa y no la quiere. Al principio, la señorita le pidió que le hiciera algunos servicios, pero el amo lo prohibió y Zillah se congratuló, por holgazanería y por falta de juicio. Esto causó a Cati una indignación pueril, y ha incluido a Zillah en el número de sus enemigos. Hace seis semanas, poco antes de llegar usted, mantuve una larga conversación con Zillah, y me contó lo siguiente:

Al llegar a las Cumbres, la señora, sin saludarnos siquiera, corrió al cuarto de Linton y se encerró en él. Por la mañana, mientras Hareton y el amo estaban desayunándose entró en el salón temblando de pies a cabeza y preguntó si se podía ir a buscar al médico, ya que su marido estaba muy malo.

—Ya lo sé —respondió Heathcliff— pero su vida no vale ni un cuarto de penique, y ni eso me gastaré en él.

—Pues si no le auxilia, se morirá, porque yo no sé qué hacer —dijo la joven.

—¡Sal de aquí —gritó el amo— y no me hables más de él! No nos importa nada de lo que le ocurra. Si quieres, cuídate tú, y si no, enciérrale y déjale.

Ella entonces pidió mi ayuda, pero yo le contesté que el muchacho ya me había dado bastante que hacer, y que ahora era ella quien debía cuidarle, según había ordenado el amo.

No puedo decir cómo se las entendieron. Me figuro que él debía pasarse gimiendo día y noche, sin dejarla descansar, como se deducía por sus ojeras. Algunas veces venía a la cocina como si quisiera pedir socorro, pero yo no estaba dispuesta a desobedecer al señor. No me atrevía a contrariarle en nada, señora Dean, y aunque bien veía que debía haberse llamado al médico, no era yo quién para tomar la iniciativa, y por eso no intervine para nada. Una o dos veces, después que nos habíamos acostado, se me ocurría ir a la escalera y veía a la señora llorando, sentada en los escalones, de modo que enseguida me volvía, temiendo que me pidiese ayuda. Aunque la compadecía, ya supondrá usted que no era cosa de arriesgarme a perder mi empleo. Por fin, una noche, entró resueltamente en mi cuarto y me dijo:

—Avisa al señor Heathcliff de que su hijo se muere. Estoy segura de ello.

Y se fue. Un cuarto de hora permanecí en la cama, escuchando y temblando. Pero no sentí nada.

«Debe de haberse equivocado —pensé. Linton se habrá repuesto; no hay por qué molestar a nadie» Y volví a dormirme. Pero el sonido de la campanilla que tenía Linton para su servicio me despertó y el amo me ordenó que fuera a decirles que no quería volver a oír aquel ruido.

Entonces le comuniqué el recado de la señorita. Empezó a maldecir, y luego encendió una vela y subió al cuarto de su hijo. Le seguía y vi a la señora sentada junto a la cama, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Su suegro acercó la vela al rostro de Linton, le miró y le tocó, y dijo a la señora:

—¿Qué te parece de esto, Catalina?

—Digo que qué te parece, Catalina —repitió él.

—Me parece —contestó ella que él se ha salvado y que yo he recuperado la libertad... Debía parecerme muy bien, pero —prosiguió con amargura— me ha dejado usted luchando sola durante tanto tiempo contra la muerte, que sólo veo muerte a mi alrededor, y hasta me parece estar muerta yo misma.

Y lo parecía en realidad. Yo le hice beber un poco de vino. Hareton y José, a quienes nuestro ir y venir había despertado, entraron entonces. José me parece que se alegró de la muerte del muchacho. En cuanto a Hareton, estaba con—fuso, y más que de pensar en Linton se preocupaba de mirar a Catalina. El señor le hizo volverse a acostar. Mandó a José que llevara el cadáver a su habitación, y a mí me hizo volverme a la mía. La señora se quedó sola.

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