Capitulo 6

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El señor Hindley vino para asistir al entierro, y, con gran asombro de la vecindad, trajo una mujer con él. Nunca nos dijo quién era ni dónde había nacido. Debía de carecer de fortuna y de nombre distinguido, porque, en otro caso, no hubiera dejado de anunciar al padre su matrimonio.

Ella no causó muchas molestias en casa. Se mostraba encantada de cuanto veía, excepto lo relacionado con el sepelio. Viéndola cómo obraba durante la ceremonia, juzgué que era medio tonta. Me hizo acompañarla a su habitación, a pesar de que yo tenía que vestir a los niños, y se sentó, temblando y apretando los puños. No hacía más que preguntarme:

—¿Se lo han llevado ya?

Enseguida empezó a explicar de una manera histérica el efecto que le producía tanto luto. Viéndola estremecerse y llorar, le pregunté lo que le pasaba, y me contestó que temía morir. Me pareció que tan expuesta estaba a morir como yo. Era delgada, pero tenía la piel fresca y juvenil, y sus ojos brillaban como diamantes. Noté, sin embargo, que cualquier ruido inesperado la sobresaltaba, y que tosía de cuando en cuando; pero yo ignoraba lo que tales síntomas pronosticaban, y no sentía, además, afecto hacia ella.

Aquí, en general, señor Lockwood, no solemos simpatizar mucho con los forasteros, a no ser que ellos empiecen por simpatizar con nosotros.

El joven Earnshaw había cambiado mucho en aquellos tres años. Estaba más delgado y más pálido, y vestía y hablaba de un modo distinto. El mismo día que llegó, nos advirtió a José y a mí que debíamos limitarnos a la cocina, dejándole el salón para su uso exclusivo. Al principio pensó en acomodar para saloncito una estancia interior, empapelándola y acondicionándola; pero tanto le gustó a su mujer el salón, con su suelo blanco, su enorme chimenea, su aparador y sus platos, y tanto le satisfizo la amplitud y comodidad que se disfrutaba allí, que prefirieron utilizar aquella habitación para cuarto de estar.

Al principio, la mujer de Hindley se manifestó contenta de ver a su cuñada. Andaba con ella por la casa, jugaban juntas, la besaba y le hacía obsequios; pero pronto se cansó, y a medida que disminuía en sus muestras de cariño, Hindley se volvía más déspota. Cualquier palabra de su mujer que indicase desafecto hacia Heathcliff despertaba en él sus antiguos odios infantiles. Le hizo instalar con los criados, y le mandó que se aplicase a las mismas tareas de labranza que los otros mozos de la finca.

Al principio, Heathcliff toleró bastante resignadamente su nuevo estado. Catalina le enseñaba lo que ella aprendía, trabajaba en el campo con él y jugaban juntos. Los dos iban creciendo en un abandono completo, y el joven


amo no se preocupaba para nada de lo que hacían, con tal que no le molestaran. Ni siquiera se ocupaba de que fueran a la iglesia los domingos. Cada vez que los chicos se escapaban y José o el cura le censuraban su descuido, se limitaba a mandar que apaleasen a Heathcliff, y que castigasen sin comer a Catalina. No conocían mejor diversión que escaparse a los pantanos, y cuando se les castigaba por ello, lo tomaban a risa. Aunque el cura marcase a Catalina cuantos capítulos se le antojaran para que los aprendiera de memoria, y aunque José pegase a Heathcliff, hasta dolerle el brazo, los chiquillos lo olvidaban todo en cuanto volvían a estar juntos. Yo lloré más de una vez silenciosamente, viéndoles crecer más traviesos cada día; pero no me atrevía a decirles nada, por temor a perder el poco ascendiente que aún conservaba sobre las desamparadas criaturas. Un domingo, por la tarde, les hicieron salir al salón en virtud de alguna travesura que habían cometido, y cuando fui a buscarlos, no los encontré por ningún sitio. Registramos la casa, el patio y el establo, sin hallar huella de ellos. Finalmente, Hindley, indignado, mandó cerrar la puerta con cerrojo y prohibió que nadie les abriese si volvían durante la noche. Todos se acostaron menos yo, que me quedé en la ventana, con objeto de abrirles, si llegaban, a pesar de la prohibición del amo. Al poco rato, oí pasos y vi brillar una luz al otro lado de la verja. Me puse un pañuelo a la cabeza, y me apresuré a salir, a fin de que no llamasen, y despertaran al señor. El recién llegado era Heathcliff, y el corazón me dio un vuelco al verle solo.

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