Regreso en este momento de visitar al dueño de mi casa. Sospecho que ese solitario vecino me dará más de un motivo de preocupación. La comarca en que llegó a residir es un verdadero paraíso, tal como un misántropo no llegó a hallarlo igual en toda Inglaterra. El señor Heathcliff y yo podríamos haber sido una pareja ideal de cámaras en este bello país. Mi casero me consideró un individuo extraordinario. No dio muestra alguna de notar la espontánea simpatía que experimentó hacia él al verle. Antes bien, sus negros ojos se escondieron bajo sus párpados, y sus dedos se hundieron más profundamente en los bolsillos de su chaleco, al anunciarle yo mi nombre.
¿El señor Heathcliff? —Le había preguntado. Se limitó a inclinar la cabeza afirmativamente.
—Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Me apresurado a tener el gusto de visitarle para decirle que confío en que mi insistencia en alquilar la Granja de los Tordos no le voy a molestar.
—La Granja de los Tordos es mía —contestó, separándose un poco de mí,
—Y ya comprenderás que nadie le permitiría molestarme acerca de ella, si creyese que me incomodaba. Pase usted.
Masculló aquel «pase usted» entre dientes, y más bien como si quisiera darme un sentido que me gustaría al diablo. Ni siquiera tocó la puerta para corroborar sus palabras. Pero eso mismo me inclinó a aceptar la invitación, porque consideró interesante aquel hombre, más reservado, al parecer, que yo mismo.
Al ver que mi caballo empujaba la barrera de la valla, sacó la mano del chaleco, quitó la cadena de la puerta y me precedió de mala gana. Cuando llegamos al patio gritó:
—¡José! Llévate el caballo del señor Lockwood y tráenos de beber.
La doble orden dada a un mismo criado me hizo pensar que toda la servidumbre se reducía a él, lo que explicaba entre las lasas del suelo creciera la hierba y los setos mostraban señales de no ser cortados sino por el ganado que mordisqueaba sus hojas .
José era un hombre maduro, o, mejor dicho, un viejo. Pero, a pesar de su avanzada edad, se conservaba sano y fuerte. «¡Válgame el Señor!», Murmuró con tono de contrariedad, mientras se hizo cargo del caballo, a la vez que me miraba con tal acritud, que me fue precisa una gran dosis de benevolencia para suponer que impetraba el auxilio divino, una aleta de poder digerir bien la comida
y no con motivo de mi inesperada llegada.
La casa en que habitaba el señor Heathcliff se llamaba Cumbres Borrascosas en el dialecto de la región. Y por cierto que tal nombre expresa muy bien los rigores atmosféricos a la propiedad se específicamente alguna vez cuando la tempestad soplaba sobre ella. Sin duda se disfrutaba allí de buena ventilación. El aire requerido de soplar con mucha violencia, juzgado por lo inclinado que estaban algunos pinos ubicados junto a la casa, y algunos arbustos nuestras hojas, como si implorasen al sol, se dirigían todas en un mismo sentido. Pero el edificio era de construcción profunda, con gruesos muros, según lo apreciado por lo profundo de las ventanas, y con recios guarda cantones protegiendo sus ángulos.
Me detuve un momento en la puerta para contemplar las carátulas que ornaban la fachada. En la entrada principal leí una inscripción, que inscripción:
«Hareton Earnshaw» Aves de presa de formas extravagantes y figuras representando muchachitos en posturas lascivas, rodeaban la inscripción. Me habría complacido hacer algunos comentarios respecto a nuestros y hasta pedir una breve historia del lugar a su rudo propietario; pero él permanecía ante la puerta de un modo que me indicaba su deseo de que yo entrase de una vez o me requería, y no quise aumentar su impaciencia parándome a examinar los detalles del acceso al edificio.
Un pasillo nos conduce directamente a un salón, que en la región llaman la casa por antonomasia, y que no está precedido de pasillo ni antecámaras. Normalmente, esta pieza comprende, a la vez, comedor y cocina; pero en Cumbres Borrascosas la cocina no estaba allí. Al menos, no percibí indicio alguno de que en el inmenso lugar se cocina — se nada, pese a que en las profundidades de la casa me pareció sentir ruido de utensilios culinarios. En las paredes no había cacerolas ni cacharros de cocina. En cambio, se encuentra en un rincón de la estancia un aparador de roble cubierto de platos apilados hasta el techo, y entre los que se veían jarros y tazones de plata. Había sobre él tortas de avena, piernas de buey y carneros curados, y jamones. Pendientes sobre la chimenea varias viejas escopetas con los cañones enmohecidos y un par de pistolas de arzón. En la repisa de la chimenea había tres tarros pintados de vivos colores. El pavimento era de piedras lisas y blancas. Las sillas, antiguas, de alto respaldo, estaban pintadas de verde. Bajo el aparador vi una perra rodeada de sus cachorros, y distinguir otros perros por los rincones.
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Cumbres Borrascosas
Storie d'amoreUna de las novelas inglesas más relevantes del siglo XIX, narra la épica historia de Catherine y Heathcliff. Situada en los sombríos y desolados páramos de Yorkshire, constituye una asombrosa visión metafísica del destino, la obsesión, la pasión y l...