Catalina estuvo cinco semanas en la Granja de los Tordos, y regresó en Navidad. La herida se le curó, y sus modales mejoraron mucho. Mientras tanto, la señora la visitó frecuentemente y puso en práctica su plan de educación, procurando despertar en Catalina la propia estimación y haciéndole valiosos regalos de vestidos y otras cosas. De modo que cuando Catalina volvió, en vez de aquella pequeña salvaje que saltaba por la casa toda despeinada, vimos apearse de una bonita jaca negra a una digna personita, cuyos rizos pendían bajo el velo de un sombrero con plumas, envuelta en un manto largo, que tenía que sostener con las manos para que no le arrastrase por el suelo.
—Te has puesto muy guapa, Catalina. No te hubiera conocido. Ahora pareces una verdadera señorita. ¿Verdad, Francisca, que Isabel Linton no puede compararse con ella?
—Isabel Linton no tiene la gracia natural que Catalina, pero es preciso que esta se deje conducir y no vuelva a hacerse intratable —repuso la esposa de Hindley. —Elena, ayuda a desvestirse a la señorita Catalina. Espera, querida, no te desarregles el peinado. Voy a quitarte el sombrero.
Cuando la despojó del manto apareció bajo él una bonita chaqueta de seda a rayas, pantalones blancos y brillantes polainas. Los perros acudieron a ella, y aunque sus ojos resplandecían de júbilo, no se atrevió a tocar a los animales por no descomponerse el atuendo. A mí me besó, pero con precaución, pues yo estaba preparando el bollo de Navidad y me encontraba toda enharinada. Después buscó con la mirada a Heathcliff. Los señores esperaban con ansia el momento de su encuentro con él, a fin de juzgar las probabilidades que tenían de separarla definitivamente de su amigo.
Heathcliff apareció enseguida. Ya de por sí era muy Adán y nadie por su parte se cuidaba de él antes de la ausencia de Catalina; pero entonces estaba mucho más desaseado. Yo era la única que me preocupaba de hacer que se lavase una vez siquiera a la semana. Los muchachos de su edad no suelen ser amigos del agua. Así que (prescindiendo de su traje, que estaba como puede suponerse después de andar tres meses entre el barro y el polvo) tenía el cabello desgreñado y la cara y las manos cubiertas de una capa de mugre. Permanecía escondido, mirando a la preciosa Catalina que acababa de entrar, asombrado de verla tan bien ataviada y no hecha una facha como él.
—¿Y Heathcliff? —Preguntó la joven, quitándose los guantes y descubriendo unos dedos que, de no hacer nada ni salir de casa nunca, aparecían blancos y delicados.
—Sal, Heathcliff —gritó Hindley, congratulándose por anticipado del mal efecto que el muchacho, con su traza de pilluelo, iba a producir a Catalina.
—Ven a saludar a la señorita como lo han hecho los demás criados.
Catalina al ver a su amigo corrió hacia él, lo besó seis o siete veces en cada mejilla, y después, separándose un poco, le dijo, riendo:
—¡Huy, qué negro estás y qué cara de enfadado tienes! Claro, es que me he acostumbrado a ver a Eduardo y a Isabel. ¿Me has olvidado, Heathcliff?
—Dale la mano, Heathcliff —dijo Hindley, con aire de condescendencia.
—Por una vez la cosa no tiene importancia.
—No lo haré —repuso el muchacho. —No estoy dispuesto a que se rían de
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Cumbres Borrascosas
RomanceUna de las novelas inglesas más relevantes del siglo XIX, narra la épica historia de Catherine y Heathcliff. Situada en los sombríos y desolados páramos de Yorkshire, constituye una asombrosa visión metafísica del destino, la obsesión, la pasión y l...