El día del entierro fue el único que hizo bueno aquel mes, hasta el anochecer. El viento cambió de dirección y empezó a llover y luego a nevar. Al otro día resultaba increíble que hubiéramos disfrutado ya tres semanas de buena temperatura. Las flores quedaron ocultas bajo la nieve, las alondras enmudecieron y las hojas tempranas de los árboles se ennegrecieron, como si hubieran sido heridas de muerte. ¡Aquella mañana transcurrió más lúgubre y triste! El señor no salió de su habitación. Yo me instalé en la solitaria sala, con la niña en brazos, y mientras le mecía miraba caer la nieve a través de la ventana. De pronto, la puerta se abrió y entró una mujer jadeando y riéndose. Me enfurecí y me asombré. Imaginando al principio que era una de las criadas grité:
—¡Silencio! ¿Qué diría el señor Linton si te oyese reír ahora?
—Perdona —contestó una voz que me era conocida—; pero sé que Eduardo está acostado y no he podido contenerme.
Mientras hablaba, se acercó a la lumbre, apretándose los costados con las manos.
—He volado más que corrido desde las Cumbres aquí — continuó—, y me he caído no sé cuántas veces. Ya te lo explicaré todo. Únicamente quiero que ordenes que enganchen el coche para irme a Gimmerton y que me busquen algunos vestidos en el armario.
La recién llegada era la esposa de Heathcliff. El cabello le caía sobre los hombros y estaba empapada en agua y la cubrían aún algunos copos de nieve. Llevaba el vestido que solía usar de soltera: un vestido escotado, con manga corta, y no tenía cubierta la cabeza ni abrigado el cuello. En los pies calzaba unas leves chinelas. Para colmo, tenía una herida en el cuello junto a la oreja, aunque no sangraba, porque el frío coagulaba la sangre, y su rostro estaba blanco como el papel y lleno de arañazos y de contusiones.
—¡Oh, señorita! —exclamé. —No ordenaré nada ni la escucharé hasta que no se haya cambiado esa ropa mojada. Además, esta noche no irá usted a Gimmerton. De modo que no hace falta enganchar el coche.
—Me iré aunque sea a pie —repuso. —Respecto a mudarme, está bien.
Mira cómo sangro ahora por el cuello. Con el calor, me duele.
Hasta que no mandé disponer el carruaje y encargué a una criada que preparase ropas se negó a que la atendiese y le curase la herida. Cuando todo estuvo hecho, se sentó al fuego ante una taza de té y dijo:
—Siéntate, Elena. Quítame de delante la niña de Catalina. No quiero verla. No creas que no me ha afectado la muerte de mi cuñada. He llorado por ella como el que más. Nos separamos enfadadas y no me lo perdono. Esto bastaría para que no pudiese querer a ese ser dichoso. Mira lo que hago con lo único que llevo de él.
Arrancó de sus dedos una alianza de oro y la tiró.
—Quiero pisotearla y quemarla luego —dijo con rabia pueril. Y arrojó el anillo a la lumbre.
—¡Así! Ya me comprará otro si logra encontrarme. Es capaz de venir con tal de perturbar a Eduardo. No me atrevo a quedarme por temor a que acuda esa idea a su malvada cabeza. Además, Eduardo no se ha portado bien, ¿no es cierto? Sólo por absoluta necesidad me he refugiado aquí. Si me hubieran dicho que estaba levantado, me habría quedado en la cocina para calentarme y pedirte que me llevases lo más necesario, a fin de huir de mi..., ¡de ese maldito demonio hecho hombre! ¡Estaba furioso! ¡Si llega a cogerme! ...
Siento que Earnshaw no sea más fuerte que él, porque, en ese caso, no me hubiera marchado hasta ver cómo le acogotaba.
—Hable más despacio, señorita —interrumpí. —De lo contrario, se le va a caer el pañuelo que le he puesto y va a volver a sangrarle ese corte. Beba el té, respire y no se ría tanto. No va bien ni con su estado ni con lo ocurrido en esta casa.

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Cumbres Borrascosas
DragosteUna de las novelas inglesas más relevantes del siglo XIX, narra la épica historia de Catherine y Heathcliff. Situada en los sombríos y desolados páramos de Yorkshire, constituye una asombrosa visión metafísica del destino, la obsesión, la pasión y l...