Capitulo 32

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En septiembre del año pasado un amigo me invitó a hacer estragos con él en los cotos de caza que poseía en el Norte, y, de camino, pasé, sin esperarlo, a poca distancia de Gimmerton. El mozo de cuadra de la posada en que me había parado para que mis caballos bebiesen, dijo al ver un carro cargado de avena recién segada:

—Ese viene de Gimmerton. Siempre siegan tres semanas después que en los demás sitios.

— ¿Gimmerton? —dije.

El recuerdo de mi residencia en aquel lugar casi se había esfumado en mi memoria.

— ¡Ah, ya! —agregué. ¿Está lejos de aquí?

—Unos veinte kilómetros de mal camino —me contestó el mozo.

Sentí un repentino deseo de visitar la Granja de los Tordos. No era mediodía aún, y pensé que pasaría la noche bajo el techo de la que todavía era mi casa, tan bien por lo menos como en una posada. Y, de paso, podía arreglar mis cuentas con el dueño, lo que me evitaría más adelante hacer un viaje con aquel objeto. Así que, después de descansar un rato, encargué a mi criado que averiguase el camino de la aldea, y no sin fatigar a nuestras cabalgaduras, llegamos a Gimmerton al cabo de tres horas.

Dejé al criado en el pueblo y me dirigí a través del valle. La parda iglesia me pareció aún más parda y el desolado cementerio más desolado aún. Una oveja pacía el exiguo césped que cubría las tumbas. El aire, demasiado caluroso, no me impidió gozar del bello panorama. Si no hubiera estado la estación tan adelantada creo que me hubiese sentido tentado a quedarme una temporada allí.

En invierno no había nada más sombrío, pero en verano nada más agradable que aquellos bosquecillos escondidos entre los montes y aquellas extensiones cubiertas de matorrales.

Alcancé la Granja antes de ponerse el sol y llamé a la puerta. Pero sus habitantes estaban en la parte trasera, a juzgar por la ligera humareda que salía de la chimenea de la cocina, y no me sintieron. Entonces entré en el patio. En la puerta, una niña de nueve a diez años se entretenía haciendo calceta y una vieja fumaba una pipa.

— ¿Está la señora Deán? —pregunté a la anciana.

— ¿La señora Deán? No. Vive en las Cumbres.

— ¿Es usted la guardiana de la casa?

—Sí —contestó.

—Pues yo soy Lockwood, el inquilino de la casa. Quiero pasar aquí la noche. ¿Hay alguna habitación preparada?

— ¡El inquilino! —exclamó estupefacta. — ¿Cómo no nos avisó de su llegada? En toda la casa, señor, no hay siquiera un cuarto en condiciones.

Se quitó la pipa de la boca y se lanzó dentro de la casa. La niña la siguió, y yo la imité. Pude comprobar que la anciana no había faltado a la verdad, y, además, que mi presencia la había trastornado. Procuré calmarla diciéndole que iría a dar un paseo, y que entretanto me arreglase una alcoba para dormir y un rincón en la sala para cenar. No era preciso andar con limpieza ni barridos. Me bastaban un fuego y unas sábanas limpias. Ella mostró deseo de hacer cuanto pudiera, y si bien en el curso de sus trabajos metió la escoba en la lumbre confundiéndola con el atizador y cometió otras varias equivocaciones, no obstante me marché con la confianza de que al volver encontraría donde instalarme. El objetivo de mi paseo era Cumbres Borrascosas; pero antes de salir del patio se me ocurrió una idea que me hizo volverme.

— ¿Están todos bien en las Cumbres? —pregunté a la anciana.

—Que yo sepa, sí —me contestó mientras salía llevando en la mano un cacharro lleno de ceniza.

Me hubiese gustado preguntarle la causa de que la señora Deán no estuviera ya en la Granja, pero, comprendiendo que no era oportuno interrumpirla en sus faenas, le volví la espalda y me fui lentamente. A mi espalda brillaba aún el sol, y ante mí se levantaba la luna. Salía del parque y escalé el pedregoso sendero que conducía a la casa de Heathcliff. Cuando llegué a ella, del día sólo quedaba, en poniente, una leve luz ambarina. Pero una espléndida luna permitía divisar cada piedra del camino y cada brizna de hierba. No tuve que llamar a la verja: cedió al empujarla, Pensé que esto siempre era una mejora. Y aún aprecié otra: una fragancia de enredaderas que inundaba el aire.

Cumbres BorrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora