Andrés propuso que desayunásemos en su casa, y yo acepté encantada. Al entrar en la cocina me encontré con un desayuno compuesto por tostadas, zumo y un enorme tazón de chocolate caliente con cruasanes.
-Tío, te has pasado -comenté mientras me sentaba a la mesa-. Vamos a mi pueblo, no a escalar el Everest.
-Eso díselo a mi madre -respondió, devorando sus tostadas-. En cuanto supo que íbamos de excursión nos preparó este desayuno.
Era agradable estar de cháchara con Andrés. Con él me sentía a gusto más que con mis propios padres. A ellos les había dicho una verdad a medias: que me iría de excursión con Andrés todo el día. No precisé que nuestro destino iba a ser mi pueblo.
Nos levantamos de la mesa y Andrés se detuvo al lado de las bolsas que nos aguardaban junto a la puerta.
-¿Nos vamos?
Atamos las bolsas a los portaequipajes, un accesorio muy útil de aquellas bicicletas poco deportivas pero prácticas. Mi bolsa abultaba el doble que la de él y me miró preguntándome que demonios llevaba dentro. La abrí y revisé su contenido: parches y bomba para reparar nuevos pinchazos, bocadillos, manzanas, dos tabletas de chocolate, un trozo de bica y una botella grande de agua.
-Ni que nos fuéramos de viaje de verdad -bromeó-. Yo apenas llevo nada.
-Me lo imaginaba, por eso he puesto para dos. Además conozco bien la zona y hay sitios muy bonitos dónde parar a comer.
En cuanto todo estuvo listo nos despedimos de los padres de Andrés y saltamos sobre nuestros sillines. Enfilamos la Avenida de Citröen hacia la carretera PO-552, pedaleando buen ritmo. Después de atravesar el puente que cruzaba la avenida aminoramos la marcha y, como apenas había tráfico, pudimos rodar con las bicis en paralelo. El terreno era llano y la temperatura agradable.
-Cuando no llueve esta región es fantástica para pedalear -expliqué-. Se pueden recorrer 30 o 40 km sin esforzarse demasiado.
-En Vigo no suelo ir tan lejos -admitió Andrés-. Hay muchas cuestas y un paseo de 10 o 12 km ya me resulta agotador.
-Si estás acostumbrado a las pendientes el trayecto de aquí a O Rosal te parecerá chupado.
***
La carretera PO-552 era ancha y con escaso tráfico. El húmedo y fresco aire matinal nos acariciaba el rostro mientras el paisaje urbano se veía reemplazado por prados, fincas y casas de piedra, la mayoría rodeadas por setos que cobraban cierto aire familiar para mí. Apenas había carteles pero me encargaba de citar los nombres de los lugares que atravesábamos. A medida que disminuía la distancia que nos separaba de nuestro destino el paisaje sintonizaba mejor con mis recuerdos. Hacía rato que guardamos silencio, cada uno concentrado sus propios pensamientos. De cuando en cuando notaba la mirada de Andrés, que me observaba con atención, para estudiar mi reacción. Casi sin darnos cuenta llegamos a un punto donde una flecha indicaba O Rosal a unos ocho kilómetros.
-Me parece que estamos muy cerca -comentó Andrés.
-Yo diría que hemos llegado -opiné-. Esas casas de a lo lejos ya están en O Rosal. ¡Vamos!
Andrés se puso en marcha y le seguí con un pedaleo vacilante. Sentirme tan cerca del que había sido mi hogar durante tantos años me producía una sensación extraña, como de retroceso en el tiempo, Avanzamos por la carretera desierta que recorrí de pequeña, aunque entonces no tan asfaltada. Las casas eran las mismas de siempre, con algunos tejados que parecían recién restaurados. Todas conservaban las fachadas de piedra originales, las puertas de madera o las rejas de hierro. No podía creer que todo siguiese casi igual que entonces: cada detalle era una pieza que encajaba a la perfección en el puzle de mis recuerdos. Había temido grandes cambios como casas nuevas y edificios modernos, pero la única discrepancia que encontraba era la escala: las casas, los árboles y las carreteras parecían haber menguado. Me imaginé que eso se debía a que mi estatura había aumentado considerablemente durante los años transcurridos desde la última vez que contemplé todo aquello. A cada paso un nuevo de velo se alzaba en mi memoria. Me sentía como en el más lúcido de los sueños, aunque sabía que ahora todo era real. Andrés frenó un poco para cederme la primera fila del espectáculo.
Al doblar un recodo, la imagen que apareció ante mis ojos me dejó sin aliento. Allí, en unos cientos de metros cuadrados se encontraba el escenario de mi infancia, aquella vieja casa y las dos adyacentes con sus respectivos patios y jardines. La de los vecinos más próximos, dueños de toda la finca, era la única que había sido reformada y ofrecía un aspecto diferente al que yo recordaba.
No se veía un alma, así que me acerque al que fue mi rincón de juegos durante gran parte de mi infancia. Por su aspecto, la vivienda parecía deshabitada desde hacía tiempo; los muros seguían en pie aunque con la piedra muy erosionada y envejecida. El tejado era la parte peor conservada: faltaban varias tejas y otras estaban desgastadas o rotas. La puerta principal presentaba un aspecto deplorable con la pintura desconchada y la madera agrietada. Di la vuelta para inspeccionar la parte trasera cuyo aspecto de abandono era incluso más acusado. Allí estaba la puerta de doble hoja y, encima de ella, el acceso diseñado para subir al granero el trigo y la paja. A la derecha un único ventanal y a la izquierda, la entrada a la cuadra.
Todo era exactamente igual que en mis sueños excepto por las dimensiones, parecían un tanto reducidas ¿Cómo puede la memoria de una niña grabar los detalles con tanta precisión? El reencuentro con mi pasado me emocionaba hasta la médula y me producía una tristeza inesperada. Al ver los muros ruinosos y las malas hierbas que invadían el patio trasero tuve consciencia, por primera vez en mi vida, del inexorable paso del tiempo. Por mi cabeza desfilaron recuerdos de momento que creía olvidados y de personas a las que quise muchísimo, pero que se habían ido para siempre. Cómo mi tía Isabel.
Sin darme cuenta me encontré frente en la puerta de la entrada, con la mano sobre el picaporte y dispuesta a entrar, cómo si aquella fuera mi casa y volviera después de una breve ausencia.
Estaba cerrada con llave y su resistencia me devolvió a la realidad. Retrocedí unos pasos y mis ojos acabaron posándose en otra puerta, la de la cuadra, que estaba entreabierta. Ese lugar me aterraba y al mismo tiempo me atraía como un imán.
Volví la cabeza en busca de mi amigo, pero Andrés había desaparecido. Aquello no me extrañó, pues por momentos me iba olvidando de todo cuanto me rodeaba. Poco después ni siquiera recordaba lo que hacía allí o la edad que tenía. En el universo solo existía aquella puerta. Avancé paso a paso, hipnotizada por esa abertura que bostezaba como la boca desdentada de una vieja fiera.
Al empujar la vieja hoja de madera, los goznes oxidados emitieron un desgarrado quejido. Igual que mi sueño. Di un nuevo paso y me encontré en el mismo escenario, bañado en la penumbra, de tantas pesadillas. A la derecha, pegada a la pared mohosa,mla escalera de madera subía hasta perderse en un hueco de negrura. El origen de todos mis terrores estaba allí mismo, a un par de metros sobre mi cabeza.
Sólo tenía que subir unos cuantos peldaños y me enfrentaría, en el mundo real, a aquello que nunca había osado encarar en mis sueños.
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Entre Fantasmas
Teen FictionAl llegar a Vigo, Victoria espera dejar atrás su infancia que dejó poblada sus noches de horrendas pesadillas. Pero pronto descubrirá que el espíritu de una chica la está rondando. La búsqueda de la verdad la llevará a enfrentarse con el más aterrad...