II

204 5 0
                                    

Si no se cuenta el trivial saludo de ceremonias con el que le recibiera como« el Señor de Cuatrocuernos» , la reina Calanthe no intercambió con el brujo ni una palabra. El banquete todavía no había comenzado, seguían entrando convidados, anunciados con grandes voces del heraldo. 

La mesa era enorme, rectangular, podían sentarse a ella más de cuarenta caballeros. A su cabecera se encontraba Calanthe, sentada en un trono con una gran base. A su derecha se sentaba Geralt, a su izquierda un bardo de cabellos grises con un laúd, llamado Drogodar. Las otras dos sillas de la cabecera real, situadas a la izquierda de la reina, se hallaban vacías. 

A la derecha de Geralt, junto al borde más largo de la mesa, se sentaban el alcaide Haxo y un vaivoda de nombre difícil de recordar. Después de ellos había invitados del principado de Attre: el tétrico y silencioso caballero Rainfarn y el príncipe Windhalm, un mofletudo niño de doce años que se encontraba bajo su tutela. Windhalm era uno de los pretendientes a la mano de la princesa. Más allá había caballeros de Cintra con diversos colores y estandartes y algunos vasallos de los alrededores. 

—¡El barón Ey lembert de Tigg! —anunció el heraldo. 

—¡Clococo! —murmuró Calanthe, dándole con el codo a Drogodar—. Nos Vamos a reír. 

El caballero delgado, bigotudo y bien vestido se inclinó bastante, pero sus ojos vivos y alegres y su sonrisa en los labios negaban toda sumisión. 

—Bienvenido seáis, señor Clococo —dijo ceremonialmente la reina. Por lo visto el apodo del barón era más aceptado que su propio nombre—. Estoy contenta de que hayáis venido. 

—Más lo estoy yo de haber sido convidado —afirmó Clococo, y suspiró—.Así le echaré un vistazo a la princesa, si lo permites, reina. Es triste vivir solo, señora. 

—Ay, ay, señor Clococo. —Calanthe se sonrió ligeramente mientras enrollaba un rizo de su pelo en un dedo—. Mas vos aún estáis casado, como todos sabemos.

 —Eh —se estremeció el barón—. Sabes, señora, cómo es de debilucha y delicada mi mujer, y ahora la viruela campa por nuestra tierra. Apuesto mi cinturón y mi espada contra una alpargata vieja a que en un año ya habrá pasado hasta el luto. 

—Pobrecillo Clococo, pero, y al mismo tiempo, también eres un suertudo. —Calanthe sonrió aún más cortésmente—. Tu mujer es, de hecho, debilucha. He oído que cuando la última cosecha te pilló con una moza, te persiguió con un vierno durante menos de una milla y no te alcanzó. Tienes que darle mejor de comer y mimarla y cuidar de que no se le enfríen las espaldas por las noches. Y en un año, verás como se recupera.

Clococo se amorriñó de forma poco convincente. 

—Entiendo la alusión. Pero, ¿puedo quedarme en el banquete?

 —Me place, barón. 

—¡Embajada de Skellige! —gritó el heraldo, ya bastante ronco. 

Los cuatro isleños se acercaron con paso gallardo y sonoro. Iban vestidos con jubones de cuero brillante con forros de piel de foca, ceñidos con echarpes de lana a cuadros. Los dirigía un fibroso guerrero de rostro oscuro y nariz de águila, que tenía a un lado a un costilludo muchacho de cabellera pelirroja. Todos se inclinaron ante la reina.

 —Grande es nuestro honor —dijo Calanthe, ligeramente ruborizada— al saludar de nuevo en mi castillo a tan dotado caballero como es Eist Tuirseach de Skellige. Si no fuera de sobra conocido el hecho de que desprecias el matrimonio, me haría feliz la esperanza de que hubieras venido a pedir la mano de Pavetta.¿Acaso al fin y al cabo te atormenta la soledad, señor? 

El Ultimo Deseo (The Witcher)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora