Vio por vez primera las rojas tejas de la techumbre cónica de una torre cuando alcanzó la cumbre de una elevación, a la que se encaramaba para acortar el arco de la curva de un sendero poco marcado. El desvío, poblado de avellanos, obstruido por ramas secas, cubierto por una gruesa alfombra de hojas amarillas, no era demasiado seguro para cabalgar. El brujo retrocedió, avanzando cuidadosamente por la pendiente, volvió al camino. Cabalgaba despacio, cada cierto tiempo detenía el caballo, se agachaba en la silla, observaba las huellas.
La yegua agitó la cabeza, relinchó salvajemente, pataleó, bailoteó en el sendero, levantando un remolino de hojas secas. Geralt, agarrando el cuello del caballo con el brazo izquierdo, dirigió la mano izquierda hacia la cabeza de su montura, con los dedos en forma de la Señal de Axia, silbando el conjuro al mismo tiempo.
—¿Tan malo es? —murmuró, mirando alrededor sin dejar de hacer la Señal—. ¿Tan malo? Tranquila, Sardinilla, tranquila.
El hechizo funcionó con rapidez pero la yegua movía sus pezuñas obligada, con torpeza, desconcertada, falta de naturalidad, perdiendo el elástico ritmo de la marcha. El brujo saltó a tierra, siguió a pie llevando el caballo de las riendas. Vio Un muro.
Entre el muro y el bosque no había solución de continuidad, ni transición evidente. Árboles jóvenes y arbustos de enebro entremezclaban sus hojas con la hiedra y la vid silvestre, pegadas a las paredes de piedra. Geralt alzó la cabeza. En ese mismo momento sintió cómo se le aferraba y se le arrastraba por el cuello, erizándole e irritándole los cabellos, una blanda criatura invisible. Sabía lo que era.
Alguien le estaba mirando.
Se volvió con lentitud, con fluidez. Sardinilla resolló, los músculos de su cuello temblaron, se movieron por debajo de la piel.
En la pendiente de la loma por la que había venido hacía unos momentos estaba de pie e inmóvil una muchacha que apoyaba una mano en el tronco de un aliso. Su largo vestido blanco contrastaba con el brillante negro de los largos y sueltos cabellos que le caían sobre los hombros. A Geralt le pareció que sonreía, pero no estaba seguro: se encontraba demasiado lejos.
—Hola —dijo, levantando una mano en gesto amistoso. Dio un paso hacia la chica. Ésta, girando levemente la cabeza, siguió sus movimientos. Tenía el rostro muy pálido y unos enormes ojos negros. La sonrisa —si era una sonrisa—desapareció de su cara como si se la hubieran borrado. Geralt dio un paso más. Las hojas crujieron. La muchacha echó a correr por la pendiente como un corzo, se deslizó por entre las matas de avellano, era ya sólo una estela blanca cuando desapareció en lo profundo del bosque. Su largo vestido parecía no estorbar en nada su libertad de movimiento.
La yegua del brujo relinchó quejumbrosamente, alzando su cabeza. Geralt, todavía mirando en dirección al bosque, la calmó con la Señal. Abrazó al caballo alrededor del muslo y avanzó con lentitud siguiendo el muro, hundiéndose en el sendero entre las hojas de las bardanas.
La puerta, sólida, cubierta de hierro, sujeta por unas oxidadas bisagras, estaba provista de una gran aldaba de latón. Después de dudar un momento, Geralt alzó la mano y tocó la enmohecida bola. Hubo de dar de inmediato un salto porque en ese momento la puerta se abrió, chirriando, chasqueando, apartando hacia los lados montoncillos de hierba, guijarros y ramas. Al otro lado de la puerta no había nadie: el brujo vio tan sólo un patio desierto, descuidado, obstruido por las ortigas. Entró, llevando al caballo detrás de él. Embotada por la Señal, la yegua no se resistió, pero asentaba las pezuñas insegura y con rigidez.
El patio estaba rodeado en tres de sus lados por una pared y ciertos restos de estructuras de madera, el cuarto lado lo constituía la fachada de un pequeño palacio, marcada por la viruela del revoco caído, sucia de chorreras de humedad, embellecida por guirnaldas de hiedra. Los postigos, de los que se había desprendido la pintura, estaban cerrados. La puerta también.

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El Ultimo Deseo (The Witcher)
FantastikGeralt de Rivia, brujo y mutante sobrehumano, se gana la vida como cazador de monstruos en una tierra de magia y maravilla: con sus dos espadas al hombro -la de acero para hombres, y la de plata para bestias- da cuenta de estriges, mantícoras, grifo...