Episodio 24

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—Tú eres yo.

—De mayor.

—Pero... ¿Y las otras?

—¿Te refieres a las otras viajeras del tiempo? Fernanda asiente.

—No creo que haya más. Quiero decir que jamás me he cruzado con ninguna.

Una lágrima le asoma por el rabillo del ojo izquierdo. Cuando yo era pequeña,

imaginaba toda una sociedad de viajeros del tiempo, de la cual Fernanda , mi maestra era la emisaria, enviada para instruirme sobre mi inclusión final en esa vasta camaradería.

Todavía me siento un ser marginal, el último miembro de una especie otrora numerosa. Era como si Robinson Crusoe descubriera una huella reveladora en la playa y entonces se diera cuenta de que se trataba de la propia. Mi yo, temblando como una hoja, transparente como el agua, empieza a llorar. La abrazo, me abrazo, durante mucho rato.

Más tarde pedimos chocolate deshecho al servicio de habitaciones y vemos a Johnny Carson. Fernanda se duerme con la luz encendida. Cuando termina el programa, echo un vistazo y me doy cuenta de que se ha marchado, se ha desvanecido y se encuentra ya en mi antiguo dormitorio del piso de mi padre, de pie y aturullada por el sueño, junto a mi antigua cama, sobre la que se desploma agradecida. Apago el televisor y la lámpara de la mesita de noche. Los ruidos del tráfico de 2006 se cuelan por la ventana abierta.

Deseo irme a casa. Estoy echada en esa cama dura de hotel, desamparada, sola.

Sigo sin comprender nada.

Domingo 11 de diciembre de 2011

Fernanda tiene 15 y 15 años

Fernanda: Estoy en mi dormitorio con mi otra yo. Viene del próximo mes de marzo. Estamos haciendo lo que solemos hacer cuando tenemos un poco de intimidad, cuando fuera hace frío, en esa época en la que las dos ya hemos pasado la pubertad y todavía no hemos empezado a salir con chicas. Creo que la mayoría haría eso, si tuviera la clase de oportunidades que yo tengo.

Es domingo, bien entrada la mañana. Oigo cómo doblan las campanas de San José. Mi padre llegó a casa muy tarde ayer por la noche; creo que fue al Exchequer después del concierto, porque estaba tan borracho que se cayó por las escaleras y tuve que entrarlo a cuestas en casa y acostarlo. Tose y oigo que da vueltas por la cocina.

Mi otra yo parece distraída; no deja de mirar hacia la puerta.

—¿Qué? —le pregunto.

—Nada.

Me levanto y compruebo la cerradura.

—No — Me dice. Parece estar haciendo un gran esfuerzo para poder hablar.

—Ven.

Oigo los pasos cansinos de mi padre al otro lado de la puerta.

—¿Fernanda?

El pomo de la puerta gira despacio y entonces me doy cuenta de que inadvertidamente he desbloqueado la cerradura. Fernanda se precipita hacia la puerta, pero ya es demasiado tarde: mi padre asoma la cabeza por el resquicio y nos ve a las dos en flagrante delito.

—¡Oh! —exclama con los ojos desorbitados y una expresión de profundo disgusto dibujada en el rostro. — ¡Por el amor de Dios, Fernanda!

Cierra la puerta y oigo que regresa a su dormitorio. Furiosa, lanzo una mirada de reproche a mi otra yo mientras me pongo unos jeans y una camiseta. Enfilo el pasillo hacia la habitación de mi padre. Tiene la puerta cerrada. Llamo, pero no me contesta. Espero.

—¿Papá? —Silencio. Abro la puerta, y me quedo de pie en el umbral.— ¿Papá?

Está sentado de espaldas a mí, sobre la cama. No se mueve, y yo permanezco inmóvil durante un rato, sin lograr reunir fuerzas suficientes para entrar en su cuarto. Al final, cierro la puerta y regreso a mi dormitorio.

—Todo ha sido por tu culpa. — le digo a mi yo con severidad. Lleva jeans y está sentada en la silla, tiene la cabeza hundida entre las manos.— Lo sabías, sabías perfectamente lo que iba a suceder y no dijiste ni una palabra. ¿Dónde está tu instinto de conservación? ¿Qué demonios te pasa? ¿De qué te sirve conocer el futuro si ni siquiera puedes protegernos de escenitas humillantes...?

— Cállate. — gruñe Fernanda. — Haz el favor de callarte.

— No pienso callarme. — le digo a gritos. — Pero si lo único que tenías que hacer era decir...

— Escucha —me dice, levantando la mirada hacia mí con resignación. — Ha sido como... como ese día en la pista de patinaje sobre hielo.

—¡Oh, mierda!

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