Episodio 11

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Todo en ese lugar había quedado atrapado, etiquetado y dispuesto según una lógica que parecía tan intemporal como si el mismo Dios la hubiera dispuesto; un dios que quizá había tramitado erróneamente el papeleo sobre la Creación, por lo que había pedido al personal especializado del museo que le ayudara a solucionarlo y a dejar constancia de ello. Para la niña de cinco años que era yo en aquel entonces, y que se entusiasmaba con una sencilla mariposa, caminar por el museo era como caminar por el Paraíso y presenciar todo lo que allí ocurría.

Vimos muchísimas cosas ese día: millares de vitrinas repletas de mariposas, procedentes de Brasil y Madagascar; incluso descubrimos a una hermana de mi mariposa azul del otro lado del globo. El museo era oscuro, frío y antiguo; eso acrecentaba la sensación de suspense, de que el tiempo y la muerte se habían detenido en el interior de sus paredes. Vimos cristales y pumas, ratas almizcladas y momias, e innumerables fósiles. A la hora de comer hicimos un picnic en el césped del museo, y luego volvimos a zambullirnos en el edificio en busca de pájaros, águilas y neandertales.

Al final del día, estaba tan cansada que apenas me tenía en pie, pero no soportaba la idea de marcharme. Aparecieron los guardias y nos condujeron con amabilidad hacia las puertas; yo me esforzaba por no llorar, pero no pude controlarme y lloré de agotamiento y deseo. Mi padre me tomo en sus brazos y nos dirigimos al coche. Me dormí en el asiento trasero; cuando me desperté ya estábamos en casa y era la hora de cenar. Cenamos en la planta baja, en el piso del señor y la señora Kim, nuestros caseros. El señor Kim era un hombre brusco y recio a quien yo parecía gustarle, pero nunca decía gran cosa; la señora Kim (Kimy, como yo la llamaba) era mi compañera de juegos, mi alocada canguro y jugadora de cartas coreana.

Gran parte del tiempo que estaba despierta lo pasaba con Kimy. Mi madre nunca fue una gran cocinera, y Kimy sabía elaborar con muy buen sabor cualquier plato, desde un soufflé a un bi bim bop. Esa noche, para celebrar mi cumpleaños, hizo pizza y pastel de chocolate.

Cenamos. Todos me cantaron el «Cumpleaños feliz», y yo soplé las velas. No recuerdo cuál fue mi deseo. Dejaron que me quedase levantada hasta mucho después de lo acostumbrado, porque seguía muy nerviosa por todo lo que habíamos visto y porque había dormido hasta bien entrada la tarde. Me senté en el porche trasero en pijama, con mi madre, mi padre, y el señor y la señora Kim, bebimos limonada y contemplamos el azulado cielo nocturno, oyendo los grillos y los sonidos procedentes de los televisores de otros pisos. Al final, mi padre dijo:

— Hora de irse a la cama, Fernanda.

Me lavé los dientes, dije mis oraciones y me metí en la cama. Estaba agotada, pero tenía los ojos bien abiertos. Mi padre leyó para mí durante un rato y luego, al ver que seguía sin poder dormir, él y mi madre apagaron las luces, dejaron entreabierta la puerta de mi dormitorio y se fueron a la sala de estar. El trato era que tocarían para mí todo el rato que yo quisiera, pero a condición de que escuchara el concierto desde la cama. Así que mi madre se sentó al piano y mi padre sacó su violín; tocaron y cantaron durante muchísimo rato.

Canciones de cuna, lieder, nocturnos: música para dormir con la cual tranquilizar a la salvaje muchachita que se hallaba en el dormitorio. Al final, mi madre vino a ver si ya me había dormido. Echada en aquella camita debía de parecer menudita y recelosa, como un animal nocturno en pijama.

— Oh, cariño. ¿Todavía estás despierta? - Asentí.

— Papá y yo nos vamos a la cama. ¿Estás bien? - Le dije que sí y me dio un abrazo.

—Hemos pasado un día muy excitante en el museo, ¿verdad?

—¿Podemos volver mañana?

— Mañana, no; pero volveremos muy pronto, ¿de acuerdo?

— Vale.

—Buenas noches. — Dijo mi madre. Dejó la puerta abierta y apagó la luz del pasillo.— Buenas noches, que descanses y que no te piquen las chinches.

Pude oír sonidos imperceptibles, el correr del agua,la cadena del váter. Luego todo quedó en silencio. Salí de la cama y me arrodillé frente a la ventana. Veía las luces de la casa de al lado, y más lejos vi pasar un coche con la radio altísima. Me quedé ahí un rato, intentando que me entrara el sueño, luego me levanté y todo cambió

The TravelerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora