Episodio 22

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Fernanda y yo nos quedamos de pie frente a la pintura de Bernat Martorell durante cinco minutos, y luego ella se vuelve hacia mí. En ese momento tenemos la sala a nuestra disposición.

—No cuesta tanto. — le digo. — Presta atención. Busca a alguien distraído. Imagina dónde puede tener la cartera. La mayoría de los hombres utilizan el bolsillo trasero o bien el interior de la chaqueta del traje. En cuanto a las mujeres, es mejor que lleven el bolso a la espalda. Si estás en la calle, puedes agarrarlo y tirar de él, pero entonces tienes que asegurarte de que correrás más que cualquiera que decida perseguirte. Es mucho más silencioso cogerlo sin que se enteren.

—Vi una película en la que practicaban con un traje que llevaba cosidas unas campanitas a la ropa, y si al tomar la cartera el tipo movía el traje, las campanitas sonaban.

—Sí, recuerdo esa película. Puedes probar en casa. Ahora sígueme.

Me llevo a Fernanda de la sala del siglo XV a la del XIX; aterrizamos en pleno impresionismo francés. El Instituto de Arte es famoso por su colección de impresionismo. Puedo elegir, pero estas salas están siempre abarrotadas de gente que se retuerce el pescuezo para echar una ojeada a La Grande Jatte o a algún pajar de Monet. Fernanda no alcanza a ver por encima de las cabezas de los adultos y se pierde las pinturas, pero de todos modos está demasiado nerviosa para contemplarlas. Examino la sala. Hay una mujer inclinada sobre un bebé que se contorsiona y berrea. Debe de ser la hora de su siesta. Hago un gesto de asentimiento a Fernanda y me dirijo hacia ella. Su bolso posee un simple cierre a presión, y lo lleva colgado en bandolera. Está absolutamente concentrada en lograr que su hijo deje de chillar. Se encuentra frente a la obra En el Moulin Rouge, de Toulouse-Lautrec. Finjo que lo miro mientras camino, tropiezo con ella y le hago perder el equilibrio mientras la cojo por el brazo.

—Lo siento muchísimo, perdóneme. No estaba mirando. ¿Está bien? Hay tanta gente aquí...

Mi mano está en su bolso. Ella se ha sofocado, tiene los ojos oscuros, el pelo largo y unos pechos grandes. Todavía está intentando perder los kilos de más que ganó con el embarazo. Me cruzo con su mirada cuando encuentro el monedero, y sigo disculpándome. El monedero sube por la manga de mi chaqueta, la miro de arriba abajo y sonrío, retrocediendo, me vuelvo, camino, y la observo por encima del hombro. Ella ha tomado a su hijo en brazos y me mira fijamente, algo triste. Sonrío y me alejo caminando. Fernanda me sigue cuando bajo por las escaleras hacia el museo infantil. Nos encontramos cerca del lavabo de damas

—Ha sido muy extraño. —comenta Fernanda.— ¿Por qué te miraba de ese modo?

—Se siente sola. — le digo en un tono eufemístico.— Quizá su marido no pasa demasiado tiempo con ella.

Nos metemos en un lavabo y abro el monedero. Se llama Denise Radke. Vive en Villa Park, en Illinois. Es miembro de los Amigos del Museo y ex alumna de la Universidad Roosevelt. Lleva veintidós dólares en efectivo y unas monedas. Se lo

enseño todo a Fernanda, en silencio, dejo el monedero como estaba y se lo entrego. Salimos del lavabo y del servicio de damas y volvemos a la entrada del museo.

—Dáselo a la vigilante. Dile que te lo has encontrado en el suelo.

—¿Por qué?

—No lo necesitamos; solo estaba enseñándote.

Fernanda corre hacia la vigilante, una mujer negra y entrada en años que sonríe y le da al chico una especie de medio abrazo. Fernanda regresa despacio, caminamos separadas, a unos tres metros de distancia, yo encabezo la marcha por el largo y oscuro pasillo que algún día albergará la sala de Artes Decorativas y que conduce a la todavía inconcebible ala Rice, que en la actualidad está llena de carteles. Ando buscando objetivos fáciles, y justo delante de mí me encuentro el ejemplo perfecto del sueño de todo carterista. Bajito, corpulento, bronceado y fuera de lugar, parece salido del estadio Wrigley Field, con su gorra de béisbol, pantalones de poliéster y camisa azul claro de manga corta, abotonada hasta arriba. Está instruyendo a su esmirriada novia sobre Vincent van Gogh.

—Y entonces se corta la oreja y se la regala a su chica... Eh, oye. ¿Qué te parecería como regalo? ¡Una oreja, nada menos! ¡Uau! Por eso lo metieron en un manicomio...

No siento el menor escrúpulo hacia ese individuo. Camina dando zancadas, cacareando, tranquilísimo, con la cartera en el bolsillo trasero izquierdos. Tiene un vientre enorme, pero casi no tiene culo, y su cartera está pidiendo que la cojan. Deambulo tras la pareja. Fernanda goza de una buena visión cuando inserto con destreza el pulgar y el índice en el bolsillo del objetivo y libero la cartera. Me echo hacia atrás y ellos siguen caminando, le paso la cartera a Fernanda y se la mete rapidísimo en los pantalones mientras yo me adelanto.

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