Episodio 15

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—Somorgujo común. — lee. — Parece un pato.

—Sí. Apuesto a que puedo adivinar cuál es tu ave favorita. Niega con la cabeza y sonríe.

—¿Qué te apuestas?

Se mira vestida con la camiseta del dinosaurio y se encoge de hombros.

Conozco esa sensación.

—¿Qué te parece esto? Si lo adivino, te comes una galleta, y si no lo adivino, te comes una galleta.

Reflexiona unos instantes y decide que es una apuesta segura. Abro el libro por la página donde pone «Flamenco». Fernanda ríe.

—¿He acertado?

—¡Sí! - Es fácil ser omnisciente cuando ya lo has vivido todo antes.

—Muy bien, aquí tienes tu galleta; y yo tomo otra por haber acertado. Ahora bien, vamos a tener que guardarlas hasta que hayamos terminado de mirar el libro, porque no nos gustaría llenar de migas las ilustraciones de los azulejos, ¿verdad?

—¡Verdad! —Fernanda deja la Oreo en el brazo de la butaca y volvemos a empezar por el principio. Pasamos las páginas despacio y disfrutamos con las ilustraciones de las aves, mucho más vivas que aquel otro ser real de la probeta que guardan al fondo del pasillo.

—Aquí hay una gran garza azul. Es francamente grande, mayor que un flamenco. ¿Has visto alguna vez un colibrí?

—¡Hoy he visto uno!

—¿Aquí en el museo?

—Sí.

—Espera a ver uno fuera... Son como helicópteros diminutos, y baten sus alas

con tanta rapidez que apenas ves unas sombras...

Volver las páginas es como hacerse la cama, una enorme extensión de papel se eleva despacio y cae. Fernanda sigue de pie, atenta, esperando que se le revele una nueva maravilla en cada ocasión, y emitiendo ruiditos de placer ante la grulla gris, la focha americana, la gran alca y el carpintero crestado. Cuando llegamos a la última lámina, la titulada «Tomaguín», se inclina y toca la página, acariciando con delicadeza el grabado. La observo, miro el libro, recuerdo, ese libro, ese momento, el primer libro que amé, recuerdo haber deseado acurrucarme en su interior y dormirme.

—¿Estás cansada?

—Sí...

—¿No crees que deberíamos marcharnos?

—Vale.

Cierro Aves de América y lo devuelvo a su vitrina original, lo abro por la página del «Flamenco», cierro la vitrina y echo la cerradura. Fernanda salta de la silla y se come la Oreo. Devuelvo el fieltro al mostrador y empujo la silla detrás. Fernanda apaga la luz, y nos vamos de la biblioteca.

Deambulamos por el museo, conversando amigablemente sobre las criaturas que vuelan y las que reptan, mientras comemos las Oreo. Fernanda me cuenta cosas de mi madre, mi padre y la señora Kim, que le está enseñando a cocinar la lasaña, y de Brenda también, a quien había olvidado, mi mejor amiga cuando yo era pequeña, hasta que su familia se mudó a Tampa, en Florida, unos tres meses después del momento que estamos viviendo. 

Estamos frente al Morador de los Bosques, el legendario gorila espalda plateada cuya disecada magnificencia nos contempla con furia desde su pequeña peana de mármol, ubicada en un pasillo de la primera planta, cuando Fernanda empieza a gritar y se tambalea hacia delante, me tiende los brazos con premura, y yo, a pesar de agarrarla, no puedo impedir su marcha. La camiseta es tan solo un trozo de ropa caliente y vacía entre mis manos. Suspiro, y me dirijo al piso de arriba para analizar las momias durante un rato en soledad. Mi otro yo, la niña, estará ahora en casa, metiéndose en la cama. Me acuerdo bien, me acuerdo. Me desperté por la mañana y todo resultó haber sido un sueño maravilloso. Mi madre se rió, y me dijo que viajar a través del tiempo parecía divertido, que ella también quería intentarlo.

Esa fue la primera vez.

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