Episodio 14

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—Probemos esto.

Deslizo el punto de libro por una puerta en la que figura el número 306 y la abro. Cuando enciendo las luces, vemos unas rocas del tamaño de calabazas diseminadas por todo el suelo, las hay enteras y partidas por la mitad, con muchas aristas por fuera y venas de metal marcadas en el interior.

—Oooh, mira, Fernanda. Meteoritos.

—¿Qué son los meteoritos?

—Rocas que caen del espacio exterior.

Me mira como si fuera yo quien ha aterrizado del espacio exterior.

—¿Probamos otra puerta?

Asiente. Cierro la sala de los meteoritos y pruebo a forzar la puerta del otro lado del pasillo. Esa sala está llena de aves. Aves que simulan el vuelo, aves que reposan eternamente sobre ramas, cabezas de ave, pelajes de ave. Abro uno de los cientos de cajones que hay en el lugar; contiene una docena de probetas, cada una con un pajarito dorado y negro que lleva el nombre envuelto en una pata. Los ojos de Fernanda son como dos platos.

—¿Quieres tocar uno?

—Sssí...

Saco el tapón de algodón de la boca de uno de los tubos y lo agito hasta que un pinzón dorado cae sobre mi mano. Conserva la forma del tubo.

—¿Está durmiendo? —pregunta Fernanda, acariciando su cabecita con ternura.

—Más o menos.

Me mira con aire de pocos amigos, desconfiado ante mi error. Devuelvo con suavidad el pinzón al tubo, coloco de nuevo el algodón, dejo el tubo en su lugar y cierro el cajón. Estoy muy cansada. Incluso la palabra «sueño» es un ardid, una seducción. La guío hacia el vestíbulo y, de repente, recuerdo lo que más me gustó de esa noche cuando era pequeña.

—Oye, Fernanda. Vayamos a la biblioteca.

Se encoge de hombros. Camino, ahora ya deprisa, y ella corre para seguirme el paso. La biblioteca está en el tercer piso, en el extremo oriental del edificio. Cuando llegamos, me quedo inmóvil durante un minuto, contemplando las cerraduras. Fernanda me mira, como diciendo: «Bueno, ¿y ahora, qué?». Palpo en los bolsillos y encuentro el abrecartas. Sacudo la manecilla de madera y hete aquí que veo un utensilio de metal alargado y fino que meto en el interior. Clavo la mitad del instrumento en la cerradura y pruebo hacia ambos lados. Oigo saltar las clavijas, y cuando vuelvo al punto inicial del recorrido, clavo la otra mitad, utilizo el punto de libro en la otra cerradura y, ¡sorpresa!, ¡ábrete, sésamo!

Al menos, mi compañera se ha quedado convenientemente impresionada.

—¿Cómo has hecho eso?

—No cuesta tanto. Te lo enseñaré en otra ocasión. Entra.

Sostengo la puerta para que ella entre. Enciendo las luces y la sala de lectura cobra vida: sólidas mesas y sillas de madera, moqueta marrón y un enorme mostrador donde se solicitan libros de referencia. La biblioteca del Museo de Historia Natural no está diseñada para cautivar a los niños de cinco años. Es una biblioteca con estanterías cerradas que utilizan los científicos y los estudiosos. Hay librerías dispuestas en hileras a lo largo de la sala, pero en su mayoría contienen publicaciones periódicas encuadernadas en piel de la época victoriana. El libro que busco preside una enorme vitrina de cristal y roble que hay en el centro de la estancia. Hago saltar la cerradura con mi horquilla y abro la portezuela de cristal. A decir verdad, el museo debería plantearse en serio el tema de la seguridad. No es que tenga muchos remordimientos por actuar de ese modo; a fin de cuentas, soy un bibliotecario con referencias, y a menudo me encargo de traer libros y hablar de ellos en la biblioteca Newberry. Me pongo tras el mostrador de referencias y descubro un trozo de fieltro y unos soportes de tela, que coloco sobre la mesa más próxima. Luego cierro y levanto el libro con cuidado para extraerlo de su vitrina y depositarlo sobre el fieltro. Acerco una silla.

—Ven, súbete ahí, lo verás mejor.

Fernanda sube a la silla y yo abro el libro. Se trata de Aves de América, de Audubon, el maravilloso infolio de lujo del tamaño dedos elefantes que es casi tan alto como mi joven yo. Este ejemplar es el más delicado que existe, y he pasado muchas tardes lluviosas admirándolo. Lo abro por la primera lámina, y Fernanda sonríe y me mira

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