Capítulo 7

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Llegamos a casa de mis padres, una elegante residencia en un barrio exclusivo, con su imponente fachada de piedra y jardín perfectamente cuidado. Pero lo que capturó mi atención no fue la vista familiar de la mansión, sino el auto estacionado frente a ella. Una Mercedes Benz gris, reluciente y moderna. No reconocí el coche, lo que me extrañó porque nuestros parientes no suelen tener ese tipo de autos. Mi esposa, a mi lado, también lo miraba fijamente.

—Chris... me siento mal, ¿podemos volver a casa? Luego me disculpo con Yenny... —su voz sonaba ansiosa, casi desesperada.

Cerré los ojos, frustrado. Sabía que algo andaba mal, pero no podía definir qué.

—Si te sientes mal, mamá puede darte algo. Sabes lo buena que es para esas cosas —intenté tranquilizarla, aunque por dentro, mi instinto me gritaba que algo no cuadraba.

Ella asintió con la cabeza, pero su rostro permanecía tenso. Bajamos del auto y caminamos tomados de la mano hasta la puerta de la casa. Mientras esperábamos que alguien abriera, no pude evitar notar que Ivette parecía estar a punto de romper en mil pedazos, sus manos frías y sudorosas entrelazadas con las mías.

—Tranquila, amor —susurré con una sonrisa forzada, intentando aliviar su tensión.

—Estoy tranquila —murmuró, pero su tono traicionaba lo que decía.

La puerta se abrió con un crujido familiar, revelando la sonrisa radiante de mi madre, Yenny.

—¡Chris! ¡Ivette! ¡Qué alegría verlos! —exclamó, abrazándonos con entusiasmo.

—¿Cómo estás hoy, Yenny? —preguntó Ivette con una sonrisa que intentaba parecer genuina.

—Muy bien, cielo, mejor ahora que los veo. ¡Pasen, pasen! —dijo mi madre con su típica calidez, invitándonos a entrar.

Aunque estar en la casa de mis padres solía llenarme de una sensación de seguridad, esta vez, algo no se sentía bien. Mis entrañas se revolvían con un mal presentimiento, una especie de presión en el pecho que no desaparecía. Mi madre seguía conversando alegremente mientras nos guiaba hacia el salón, pero cuando mis ojos se encontraron con un par de ojos verdes brillantes que no deberían estar ahí, todo dentro de mí se paralizó.

Ahí estaba, sentado en el sofá, con su acostumbrada sonrisa arrogante. Erick Colón. Y para mi desgracia, esos ojos verdes no se apartaban de mi esposa.

Ivette se puso rígida a mi lado, como si cada músculo de su cuerpo supiera exactamente lo que yo sentía en ese momento. Tomé su cintura y la acerqué a mí, tratando de controlar el torbellino de emociones que bullía en mi interior.

—Sabes... esta casa me trae muchos recuerdos —le susurré cerca del oído, buscando algún tipo de distracción.

—A mí también —me devolvió la sonrisa, pero sus ojos no podían esconder el nerviosismo que la consumía.

Dejé un beso breve en sus labios. Era una demostración pública de afecto, pero sobre todo, era un gesto cargado de impotencia. "Es mía", quería gritarle a Erick, quien seguía observando la escena con esa maldita sonrisa.

—¡Hijo! —la voz de mi padre resonó desde la cocina. Se acercó con su típico porte firme, pero con una amplia sonrisa en el rostro. —Ivette, estás deslumbrante esta noche.

—Gracias, señor Leonardo. Usted no se queda atrás —respondió ella, logrando esbozar una sonrisa que apenas llegaba a sus ojos.

—Papá, ¿no dijiste que sería una cena familiar? —pregunté, mirando a Erick de reojo, sin poder contener mi desagrado.

Mi padre sonrió, ajeno al veneno que se cocía en el ambiente.

—¡Oh! ¡Erick, ven aquí! —lo llamó con entusiasmo.

Recuperando a mi esposa |EN EDICIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora