CAPÍTULO 12

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Nadie me dijo que para practicar Taekwondo se necesitaba tener condición física.

Bueno, supongo que queda implícito el saber que un deporte requiere, al menos, un poco de resistencia y piernas fuertes. Según yo no estaba tan gordita, pero todos ahí en el salón se veían más flacos que una tabla, así que era obvio que me iba a sentir fuera de lugar.

El Sabonim, que estaba también en el área de informes, me invitó a tomar una clase muestra de imprevisto, pues ya estaban a punto de comenzar. Gisselle se sentó sobre las bancas de la esquina, y observó cómo su mejor amiga hacía el ridículo.

Claramente les comenté que jamás en la vida había practicado el deporte, así que partimos desde cero.

¿Qué significaba eso? Hacer ejercicios para obtener condición física y resistencia.

Me tuvieron dando vueltas y vueltas con el grupo por todo el salón durante unos cinco minutos más o menos, luego me colocaron de espaldas sobre la pared como si estuviera sentada sobre una silla, solo que sin nada que me sostuviera el trasero. En esa posición debía contar hasta el cien y de regreso. 

Dolía como el infierno.

Después de eso, tuve que aprender algunas técnicas principales de combate que ellos manejaban en el Taekwondo. El Sabonim se puso delante de mí con sus manos extendidas hacia el frente, me dio la orden de flexionar ligeramente las rodillas y luego de lanzar el primer golpe. No estuvo nada mal en realidad, puesto que ejercí poca fuerza.

El verdadero problema fue cuando me pidió dar una patada.

Ni siquiera pude elevar mi pierna a la mitad cuando mi otro pie falseó, hice un baile extraño y terminé cayendo dolorosamente de espaldas al suelo con la propiedad de una bola gigante.

Y fue entonces cuando comprobé que todos parecen ser amables hasta que demuestran lo contrario.

En un inicio me explicaron que había una especie de política respeto-tolerancia, en donde no era permitido mofarse de nadie bajo ninguna circunstancia, pero como todos ahí dentro eran niños menores de diez años, fue sumamente inevitable que las risas aparecieran.

Imagínense la escena: una adolescente con sobrepeso postrada en el suelo, boca arriba, y un grupo de niños a los alrededores simulando un terremoto. Perfecta manera de pasar una tarde de viernes.

Igual no me interesó mucho, estaba acostumbrada a insultos peores.

—¡Hey! ¡Basta! ¡Es suficiente! —El Sabonim exclamó intentando detener el escándalo—. ¡Niños! ¡Niños!

Suspiré para expulsar el estrés que tenía acumulado en mi cuerpo, luego me incorporé todavía en el suelo tragándome la humillación y sacudí el polvo invisible de mis pantalones.

Era una enseñanza que aprendí en la Iglesia, cuya práctica no era utilizada en casos como esos, pero me importó un cacahuate. De igual forma me ayudaba a mantener mi dignidad.

Bueno, eso hasta que comencé a llorar.

Me llevaron a la oficina del Sabonim para que me tranquilizara y me ofrecieron como regalo de compensación una paleta sabor cereza, me cayó como anillo al dedo porque yo amaba la cereza. También recibí un termo con la figura de un pug sonriente, un panecito de chocolate y dos pulseras con el logo de la academia —eso último me lo dieron como obsequio de bienvenida sin saber que no planeaba regresar— aunadas a sus más sinceras disculpas.

Long Game [Primer borrador]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora